Cuando mi hermano nació escribía Miguel Delibes su primer libro, con el que ganó el premio Nadal al año siguiente[1].
No sé
si en todas las familias, cuando no hay grandes problemas o eventos,
transcurren ciertos encuentros familiares con algo de indolencia y de tedio por
creer prever lo que cada uno va a decir o pensar en cada momento y emerge,
entonces, el anhelo de ser diferentes.
En la mía, sí ocurrió con frecuencia. Por eso, si los niños estaban,
centrábamos la atención en ellos, que eran los que aportaban vida, y muy poco
en los demás. Los hermanos, ya mayores o, mejor, muy mayores, vivíamos cada uno
nuestra vida, como es normal. La vida de cada uno era eso: la vida de cada uno,
sin que fluyera con naturalidad y espontaneidad la comunicación de las cosas
íntimas y personales que relegábamos —seguramente para evitar turbaciones— a
otras personas ajenas a ese núcleo. Según las circunstancias, nos satisfacía o
preocupaba, desde luego, el bienestar y los inconvenientes que cada uno iba
encontrando en el día a día en su camino. Sin embargo, llegó un momento en que
todos nos vimos las caras frente a frente, sin eufemismos ni evasiones: nuestro
hermano estaba gravemente enfermo por un cáncer. Nuestro Adrián, al que
llamábamos por teléfono con frecuencia y que siempre contestaba que estaba muy
bien, ya no lo estaba.
Nuestras vidas, las de las hermanas, así como la mi
cuñado Juan, quedaron frenadas y nos afanamos en lo que llamamos Salvar al soldado Adrián, nuestro
hermano mayor. Nuestro hermano tan fuerte, tan independiente, tan libre, tan
protector nuestro se nos iba yendo igual que el sol se retira, poco a poco,
cada día.
Él era doce años mayor que yo y, entre los dos, mis
hermanas, Dolores y Ana. La complicidad entre ambos existió desde siempre, tal
vez debido a que era su hermana menor. Nos mirábamos y sabíamos lo que
pensábamos. De niños y adolescentes vivíamos en La Vega, un anejo a dos
kilómetros de Cúllar. Recuerdo las historias de miedo que nos contaba cuando,
después de alguna fiesta en el pueblo, andábamos de noche el camino hasta la
casa o cómo me hacía rabiar o cómo jugábamos a tirarnos jarros de agua hasta
ponernos chorreando y mi madre regañándonos por malgastar el agua que tanto
trabajo costaba acarrear. Lo recuerdo con una bicicleta transponer la cuesta de
bajada de la casa a toda velocidad hacia el pueblo con los libros, ajados,
amarrados con cuerdas en el portaequipaje de la rueda trasera para acudir a la
academia, donde estudiaba. (También en Granada, años más tarde, cuando nadie
usaba bicicleta, él acudía a su trabajo con ella). La bicicleta la guardaba en
lo que había sido una bodega, con tinajas enormes de barro puesto que, en
tiempos de mis abuelos, se cosechaba gran cantidad de vino, pero con la
filoxera las parras desaparecieron y entonces se destinaron a guardar el grano
de la siembra. En esa bodega estaba instalado, también, un antiquísimo telar, colgados
cestos de esparto en los que se guardaban las canillas de hilo, lana o tiras de
ropa vieja para tejer, el urdidor, la devanadera, los aperos de labranza menores
… y su bicicleta. Su bicicleta ocupaba los espacios libres de esa estancia
porque casi siempre estaba descuartizada para enderezar los radios o reparar
los pinchazos causados por aquellos caminos de guijarros.
El
campo requiere mucha dedicación y más si se cultiva casi de todo, como era
nuestro caso. Había que labrar, tablear, sembrar, segar, acarrear, trillar, recolectar
la remolacha o aceituna, atender el huerto, los animales…en fin, era un no poder
descansar nunca pues en cada estación había una labor distinta. Desde niño
ayudó a mis padres en esas tareas. Hay una imagen que se me quedó grabada: mi
hermano, muy joven, harto de tanto trabajar, despeinado y sucio tras estar todo
el día en el secano haciendo surcos detrás de un par de mulas, apoyado en la
fachada blanqueada, se quejaba a mis padres de que eso no era vida por lo que
se quería ir de la casa.
—¿Dónde vas a ir? —Le manifestaba
mi padre—. ¿Quieres trabajar a cara de otro? Aquí, hijo, somos nosotros los que
disponemos, empezamos a trabajar cuando nos parece y paramos a descansar cuando
queremos. En ningún sitio se está más a gusto que aquí.
—Sí, pero trabajamos de sol
a sol, no hay futuro, no se gana nada y esta vida es muy sacrificada, ¿tú te
crees que yo tengo gana ahora de lavarme e irme al pueblo para estar con los
amigos?; Estoy cansado de esta vida, quiero irme de aquí, tener un sueldo,
mayor o menor, pero disponer de mi dinero y vivir.
Mi
madre le daba la razón a todo lo que mi hermano alegaba e, incluso, propuso
irnos por ahí toda la familia, a lo que mi padre replicaba que él no se movía,
no se iría nunca a ninguna parte, ya había estado fuera en la Guerra Civil y no
quería ver más mundo que el que tenía delante de sus ojos. Ese año, Adrián, se
fue a la vendimia a Francia. Nunca más volvió a pisar las tierras galas, entre
otros motivos porque se colocó en Mutualidad Laboral y fue destinado a Las
Palmas de Gran Canaria. Aquello fue una de las grandes alegrías de la familia,
pero ¿Las Palmas? ¿dónde están Las Palmas, en Mallorca?, nos preguntábamos.
¡Qué tiempos de ignorancia! Acudimos al hule de la mesa de la cocina que tenía
dibujado el mapa de España y así salimos de la duda. Toda la familia, los seis,
con las cabezas unidas sobre la mesa localizamos Canarias y pasamos el dedo por
la isla que tanto regocijo le dio.
Canarias nos dio mucho y bueno. Por primera vez en la historia
familiar había alguien que ganaba un sueldo; por primera vez alguien viajaba en
avión o en barco; por primera vez alguien tenía un coche; y, por primera vez, se
recibían postales llenas mar o cartas, con sobres de ribetes azules y rojos, relatando
que se encontraba muy a gusto.
En esa isla, a través de una de sus amigas, que era
profesora de literatura, empezó a leer a Delibes. Descubrió a su autor y nos lo
descubrió a nosotros. Nunca dejó de leerle. Ahora, tras su muerte, encuentro cartas
entre ellos saliendo a relucir Delibes, de una forma o de otra.
En Las Palmas conoció a los que ya serían sus amigos toda
la vida, Mar y César y, lo que son las cosas, casi al mismo tiempo le
detectaron cáncer a ambos. Al principio de la enfermedad, César y Adrián, cuando
aún tenían fuerzas para comunicarse, se animaban mutuamente y comentaban que,
cuando salieran de ésta, se iban a ir una noche al Casino de Torrequebrada para
celebrarlo. Ninguno de los dos acudió a esa cita. Primero falleció César, que
era como nuestro hermano y, al poco, nuestro Adrián. Cuando supo la muerte de
su amigo estaba en el hospital recibiendo quimioterapia, no dijo nada, ni una
palabra, se levantó de la cama y se asomó a la ventana con vistas a Sierra
Nevada y así estuvo un buen rato, mirando las sierras. Nunca más volvió a
nombrarlo.
Desde Canarias les enviaba a mis padres giros postales y,
con esa ayuda, ellos pudieron terminar de obrar la casa en Cúllar, a donde se
trasladaron finalmente. Fueron los últimos de La Vega en abandonar el barco, pues
en aquel lugar ya no quedaba nadie. Las puertas de los vecinos estaban cerradas
para siempre, las fachadas desconchadas y los caminos tapados por la hierba. Todos
los habitantes se habían trasladado al pueblo o emigrado a Barcelona, a Bilbao
o a Ibi, a trabajar en fábricas, a buscar un sueldo. La cultura campesina
agonizaba.
Cuando
nuestro padre murió de infarto, en 1980, se trasladó a Granada y muchos años
más tarde se jubiló de funcionario del INSS. Los fines de semana, sin
excepción, volaba al pueblo y volvía los domingos por la tarde cargado de
papeles para tramitar las pensiones de muchos paisanos, la mayoría labradores, que
desconocían esos trámites o no podían desplazarse a la capital. A todos los
atendía con naturalidad y sencillez, y sin más interés que el de ayudarles.
El
día de la comida de su jubilación centenares de amigos le agradecieron su
corazón de puertas abiertas y su mirada limpia a la que le acompañaba una sonrisa;
con el pelo arremolinado les habló, ¡cómo no!, de Miguel Delibes y de uno de
sus libros: La hoja roja. Dijo que
esa despedida era la hoja roja que se encuentra en los librillos de papel de
fumar, que anuncia que está próximo a agotarse. Menuda metáfora. A nuestro
Adrián le quedaban todavía algunas hojas, pero no muchas.
Volvió al pueblo y se dedicó plenamente al campo y a la
caza; sus grandes pasiones, si obviamos los sudokus. Igual que si fuera un
personaje de las novelas de Delibes, nuestro Adrián huía de la sociedad
despersonalizada y del absurdo consumismo aunque, a veces en exceso, ya que
guardaba demasiadas cosas considerando que podrían tener una futura utilidad. Y,
como si quisiera recuperar el hábitat de los tiempos de nuestros antepasados,
plantó parras y un paraíso en la puerta de la casa de La Vega y otros muchos
árboles en los bancales; en la de Cúllar, una acacia a cuya sombra departía con
los amigos y, hace solo unos meses, un acebuche.
Esa
afición, la de la caza, la heredó de mi padre. Mi padre y él compartían y competían en ese entusiasmo, aunque a mi
padre le gustaba la caza de la perdiz con reclamo, sin embargo, a mi hermano lo
que le satisfacía era recorrer los montes y los rastrojos, subir y bajar
laderas, rastreando, con la escopeta al hombro y observar a su perro cómo hacía
muestras ante los arbustos que servían de refugio a las liebres, los conejos o
las perdices. A todos los perros que tuvo les llamó igual, Relámpago, ni siquiera les asignaba un número regnal a la manera
que hacen los reyes o los papas. Nunca hubo un Relámpago VI, por ejemplo.
El
último Relámpago murió un par de
meses antes que él. Nuestro hermano, ya muy enfermo, lo enterró en un lugar de
La Vega que nadie sabe; tenía, seguramente, un cementerio secreto para sus
perros. Cuando subió de enterrarlo no comentó nada. Tampoco nadie le preguntó. Casi
todo estaba dicho ya.
Al
año de jubilarse, una madrugada de noviembre de 2012, antes de bajarse al campo,
entró al dormitorio de mi madre a llevarle un vaso de leche y a decirle que se
iba. Echada sobre la cama, tal como si estuviera dormida, se la encontró
muerta. Varias veces aludió, cuando ya se encontraba muy desmejorado, a la buena
muerte que habían tenido nuestros padres; era el contrapunto —cavilaba— a la
que a él le esperaba.
Nunca fue un enfermo inactivo, todo lo contrario. Se nos
partía el alma cuando, tan delgado, sacaba fuerzas, sin saber de dónde, para ir
al campo a cortar los retallines a los olivos, a labrar o a recoger aceituna. Durante
su enfermedad hablaba poco y, mucho menos, manifestaba sus sentimientos y
temores, pero se adivinaban por sus variables estados de ánimo que iban al
compás del padecimiento que soportaba aunque es verdad que, desde siempre,
había sido más contemplativo que expresivo. Era muy observador, tal vez, a
causa de que, desde niño, había aprendido a otear minuciosamente la Naturaleza.
Miguel
Delibes era su único autor; casi su
único autor. Todos mis libros se los leyó con el máximo interés y concentración,
lo normal en él cuando algo le atraía. Era, de verdad, mi mejor lector. De
ellos me reseñaba pormenores en los que ni yo misma había reparado. Coincidió
la publicación de Palacio de Justicia
con el inicio de su enfermedad. Alegría desvanecida por una gran tristeza. No
obstante, con la esperanza de que mejorara o se curara eché en la maleta
ejemplares para su presentación en Cúllar o en Granada, localidades en los que siempre
estábamos con él. No fue posible, nunca hubo esa posibilidad. Me faltó el entusiasmo
de dedicarle uno como había hecho con los anteriores, así que, me limité a
dárselo para que lo leyera diciéndole que ya se lo dedicaría. Lo leyó seguidamente;
con una mano sostenía el libro y, con la otra, puesta en su abdomen, taponaba
el incendio que llevaba dentro.
La última que vez que visitamos el Hospital Virgen de la
Nieves fue al inicio del confinamiento por la pandemia, acudíamos con mucho miedo
y no sólo del virus. Las calles solitarias y tan en silencio nos sobrecogían, pero nos
conmovió mucho más la cantidad de ambulancias que llegaban al centro sanitario y
que se acumulaban en el pabellón de Urgencias. En la entrada principal, en los
ascensores, en los pasillos, nadie. Ni un alma a quien poder preguntar por la zona
adonde se tenía que hacer la prueba médica, por lo que bajamos a radiología,
creyendo que era el sitio correcto. Una mujer que esperaba sentada, apartada y ausente, con
pañuelo en la cabeza para esconder la calva y con mascarilla, a la que sólo se
le veían los ojos marchitados, nos lo indicó.
Pasados unos días, una mañana temprano llaman por
teléfono desde oncología.
— ¿Adrián Burgos López?
—Sí, dígame. Soy su hermana.
—Tenemos el resultado del
TAC, su hermano tiene carcinomatosis y está
en fase terminal, así que necesitamos saber si quiere darse más quimio, aunque
no le va a servir de nada, el tumor está ya muy extendido, o prefiere pasar a
paliativos directamente. Pásemelo que tengo que comunicárselo.
De
esta manera, con esa frialdad, se recibió la noticia. Por supuesto que nuestro
hermano no escuchó nunca esa notificación. Debido al estado de alarma pedimos
permiso para trasladarnos a Cúllar y le mentimos alegando que, por culpa del
coronavirus, no le podían hacer ninguna otra prueba por lo que era mejor pasar
unos días en el pueblo, ya que los médicos lo habían aconsejado y la Policía no
nos lo podía impedir. Él no lo sabía —o tal vez sí, puesto que era muy inteligente—, pero la carretera hacia el
pueblo embalaba el coche en dirección hacia el último coto[2].
La morfina. Bendita y maldita: bendita, porque arrebata
el dolor y, maldita, porque su uso está justificado, precisamente, por ese tormento.
Las dosis, en menor porción al principio, le permitieron ver, varias veces más, La Regenta. Aitana, tan bella, le atraía
y, de Juan Luis Galiardo, al que conoció una noche de copas en Las Palmas,
admiraba su magnífica interpretación. Ahora pienso que, en realidad, tenían ambos
algunas cosas en común: eran altos, varoniles, atractivos y grandes seductores.
Se dedicó, en esos días, a ordenar papeles que iba quemando o guardando, según
su parecer, y si antes todas las cosas, las más insignificantes, podían servir
para algo y las almacenaba, ahora, casi todo le parecía inútil e inservible y
necesitaba tirarlo o perderlo de vista.
Hasta
que empezó con la morfina mantuvo su papel de hermano mayor, protegiéndonos
siempre y mostrando su carácter independiente, mandón y fuerte. Nosotras, las
hermanas, de una forma torpe, lo calificamos, en alguna ocasión, de machista y
eso nos impedía reparar en los valores que todo el mundo veía, hasta tal punto
que llegamos a apuntar que nuestro Adrián
tenía una doble cara, para la gente y para nosotras. Él no sabía, ni quería, revelarnos sus desalientos, ni tampoco nosotras supimos captar que ese poderío era la
forma de esconderlos.
Con
la morfina se desinhibió y expresó sus debilidades y toda su ternura. Ya no
escondía el dolor, nos lo decía abiertamente. Su bella alma, la que siempre
tuvo, sin ningún freno, relucía en cada momento. Nos abrazaba y besaba de la
misma manera que si fuéramos niños chicos. Hizo que, de algún modo, todos nos convirtiéramos
en niños otra vez. Nos miraba con cariño diciéndonos muchas palabras suaves y
tiernas. Nos recostábamos con él en la cama o en un sillón próximo y él nos
preguntaba que por qué no salíamos a darnos una vuelta, a lo que le
respondíamos que, por culpa del coronavirus, teníamos que estar en la casa. Fue
un gran honor tenerlo de hermano, igual que cuidarlo. La última vez que estuvo
consciente nos preguntó por cada uno de los niños: Adriana, Javier, Martín y Amanda.
Le enseñamos un video y, con lo ojos brillantes, se despidió de ellos: “adiós,
preciosos”, dijo.
Inmerso ya en los delirios producidos por la sedación,
con reiteración clamó: “madre, ¡vamos!; madre, ¡vamos!; madre, ¡vamos!” ¿A quién mejor que
acudir para que le acompañara en el último camino que a la persona que siempre
le respaldó en todo?
Fracasó
la estrategia que llamamos Salvar al
soldado Adrián, pero procuramos, y se consiguió, una muerte digna y
sosegada. Debido al estado de alarma, lo velamos en la casa y al cementerio
asistimos solamente las hermanas y mi cuñado. Cuando el encargado del camposanto
cerró la puerta, la mitad de los seis miembros que formaban nuestra familia, quedaron
en él.
[1] La sombra del ciprés es alargada, premio
Nadal 1947.
[2] EL último coto fue el último libro sobre
caza que publicó Miguel Delibes.
[3]
Queremos mostrar nuestro agradecimiento a tantas personas que han compartido
con nosotros este año de dolor, en particular: al personal sanitario de las
plantas 7ª y 10ª del Hospital Virgen de las Nieves de Granada; a la oncóloga,
Cristina Alba Torres; a la enfermera nutricionista, María Yolanda Castillo
García; al equipo médico, Mª Jesús Álvarez Martín, Jennifer Triguero Cabrera y
Mónica Mogollón González; a la enfermera de Cúllar, Tinita Aguaza; a la doctora
de Cúllar, Cristina Casado; al médico, José Antonio Oller; a sus queridos
amigos, que ya son nuestros también: Pepe (que, día a día, se interesaba por él
y, al mismo tiempo que lo curaba, le hablaba del campo y de la caza); Federico,
José, Lidia, Luismi, Mar, Floro, Matita, Juanma, Rodrigo, Jordi, Arturo…; a nuestra
vecina y amiga, Isabel, (que mimaba a nuestro hermano con sus comidas); a
nuestros queridos primos: Ángel, (que no faltó nunca a la cita diaria); Concha
Mary, (nunca olvidaremos su profesionalidad, entrega y cuidados constantes);
Antonio, (por sus visitas y conversaciones diarias en Granada, hasta el confinamiento); Raquel,
Conchi, Asun, María, Pilar, Ana Mary, Pepe, Pedro Adrián, Margarita, Tere, Conchi, Dolores, Emilia y Emilia
la del primo Andrés; Y, cómo no, a nuestros queridos tíos: Sole, Carmen y José.
Hola Rosa, soy amigo de tu sobrina Rosa Romero, la cual me ha mandado el enlace a este texto por WhatsApp con la coletilla: “Sé que te gustará leerlo”. Pues sí, no se equivocaba tu sobrina, me ha gustado mucho conocer a tu hermano y me ha hecho llorar. Por similitudes con tu hermano Adrián, decirte que La sombra del ciprés es alargada es un libro con cuyo protagonista siempre me he identificado mucho, lo he podido leer 6-7 veces.
ResponderEliminarDel prólogo de la edición de Círculo de Lectores del año 1982 que tengo en casa, aparecen estos versos de M.A. Alcalde de Hoguera viva.
¿Por qué esta ansia, este amor,
estos supremos anhelos en el hombre?
¿Por qué existe un destino de amar,
bárbaro y triste, en la ruina de carne
que movemos?
A Delibes, lo considero el mejor escritor de habla en español del siglo XX. El escritor de El Hereje aprendió a utilizar correctamente los adjetivos en un texto de Derecho Mercantil de Joaquín Garrigues.
«Los muchachos preferirían que les recomendase a Kafka o a Faulkner o a Camus que son los maestros que ahora privan, pero yo no lo hago así: los muchachitos que leen a Kafka o a Faulkner o a Camus se empeñan luego en escribir Las Palmeras Salvajes o El Proceso o La Peste, que da la casualidad de que ya están escritos. Leyendo a Garrigues, en cambio, no corren ese riesgo. Leyendo a Garrigues aprenderán a valorar los adjetivos y a escribir con frases justas, claramente y con sencillez, sin que en ningún momento les pique la tentación, creo yo, de redactar un curso de Derecho Mercantil»
Por otro lado yo también viví un par de años, muy pequeño, de los tres a los cuatro años, en una de las Islas Canarias, en Santa Cruz de la Palma, la capital de La Palma.
Un bonito recuerdo para tu hermano.
Un abrazo.
Enrique Ayllón Díaz-González.
Querido Enrique, te conozco casi como si te conociera porque tu amiga, mi sobrina, siempre habla mucho y bueno de ti.
EliminarLos versos que nombras, bellísimos, de Manuel Alonso Alcalde, no los conocía; ahora veo que en la edición que tengo en casa también aparecen pues Delibes y él eran amigos y los utilizó en todas las ediciones.
Es genial la anécdota que cuentas de Garrigues, la pena es que, cuando me jubilé de Justicia, me deshice de todos los textos jurídicos, incluido el de Garrigues.
"La sombra del ciprés es alargada" lo leí con dieciocho o, quizá, menos años; ahora lo tengo encima de la mesa porque me apetece leer ese y otros libros de Delibes. También yo lo considero un autor sobresaliente y si no consiguió el Nobel fue porque no movió un dedo para ello, a diferencia de Cela, por ejemplo.
Gracias por tus palabras tan bellas y sí, me gustaría charlar personalmente contigo. Espero que Rosa Mª nos invite a un café y coincidamos. Un fuerte abrazo.
Muy emotivo el homenaje que le dedicas a tu hermano. Mi marido fue compañero de caza suyo y lo recuerda con mucho cariño cuando lo nombra.
ResponderEliminarQuerida Piedad: muchas gracias de todo corazón. Un abrazo para ti y para tu marido, amigo y compañero de caza de mi hermano.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarHola Rosa, intento rehacer el comentario, tu líneas nos han parecido de una emotividad y cariño insuperables y transmites la bonomía de tu hermano a todos los que no tuvimos la suerte de conocerlo.
ResponderEliminarMagnífico el paralelismo con Delibes, que es mi autor de cabecera, junto a Cela (esto último no lo comparte Paca, Cela no le cae bien), el artículo es toda una pieza literaria comparable a la que M. Hernández le dedicó a su amigo Ramón Sitgé. Haces un recorrido perfecto por la Andalucía rural y profunda de hace unas décadas, que los que la vivimos en primera persona nos sentimos retratados, pero ante todo, tu magnífica elegía transmina amor fraterno y adoración por un ser que sin duda debió ser formidable.
Recibe con nuestro sentimiento solidario de apoyo, un fuerte abrazo de tus amigos Paca y Vicente
Mis queridos amigos, Paca y Vicente: os agradezco en el corazón vuestras cariñosas palabras. Siempre habéis sido unos amigos muy especiales para mi.
EliminarComparto con Paca lo que siente por Cela.
Es verdad, todos los seres humanos tienen algo excepcional, pero mi hermano, era mi hermano del alma. Muchos besos y espero veros pronto.