Yo
tenía, entonces, sobre unos once o doce años y creo que no me importaba casi
nada o, tal vez, me importaba todo. No sé. Sí recuerdo que sentía grandes deseos de
salir, divertirme y estar con amigos, pero no podía porque mis padres vivían a
unos cuantos kilómetros del pueblo en una casa de campo, aislada. Desde ella,
situada en la cima de un cerro, se divisaba el pueblo a lo lejos y yo, mientras
les ayudaba en sus tareas agrícolas, lo avistaba con sus casas encaladas extendidas
sobre una ladera e imaginaba a mis amigos divirtiéndose en la plaza o en
cualquier otro lugar.
Cada
dos o tres días me acercaba al pueblo por las mañanas o a primera hora de la
tarde y sacaba de la Biblioteca el libro que me parecía. Eran los de aventuras
los que más me gustaban en esa época. Los empezaba a leer justo cuando
terminaba el último barrio y comenzaba
el camino solitario que me llevaba a casa. Leía y andaba sin mirar el camino seco y polvoriento que me sabía de
memoria; a veces, en los meses de verano, me paraba a descansar en la sombra de
los pocos árboles que bordeaban esa senda. Eran unos álamos muy altos o, al
menos, yo los veía así. Después, cuando llegaba a mi casa, permanecía leyendo en la puerta, sentada en
una silla de anea o en un trozo de tronco de almendro o de olivo. Esos sitios eran
los mismos donde me colocaba para mirar, aburrida, cuando no tenía nada que
leer, a la gente que pasaba por el camino cercano o para contemplar el pueblo
donde me suponía a los otros niños pasándoselo bien. Pero cuando había
comenzado un libro ya no levantaba la vista para ver quién volvía o iba a sus
bancales ni tampoco me importaba lo que pudiera ocurrir en la plaza o en otro
lugar del pueblo. Estaba ya inmersa en
más acontecimientos que nadie y no echaba de menos nada. Sólo me
interesaba saber qué era lo próximo que iba a ocurrir y las páginas de los
libros que leía, me lo mostraban. Cuando llegaba la noche, para que mis padres no me regañaran,
metía una linterna en la cama y, tapada
la cabeza, continuaba leyendo hasta bien tarde, aunque seguro que no más de las
diez ya que no había televisión y nos
acostábamos poco después de oscurecer.
Han
pasado muchos años desde entonces, sin embargo, hace poco adquirí uno de los
libros de José Luis Muñoz, El secreto del
náufrago, publicado en 2013 por Ediciones del Serbal, y he vuelto a vivir
en primera persona la aventura. Comencé a leer el libro una mañana lluviosa de
un sábado y no sé si ese día siguió lloviendo o no. Cuando lo acabé, ya de
noche, salí a la terraza y allí, justo enfrente, estaba el mar. Era, para
mí, el mismo mar en el que el debilitado
náufrago había navegado sin destino y, unas veces, yo era el altivo y obsesionado
Colón paseando por la isla Porto Santo y, entonces, conjeturaba nuevos mundos
donde hallaría tanto oro que hasta se podrían cubrir los tejados de las casas con
él, y miraba el cielo estrellado y veía en él un mapa, tal como lo veía el
mismo Colón; en otras, era el pequeño Diego Colón y admiraba y seguía los pasos del progenitor. No pocas veces
sentí empatía con ciertos comportamientos que suponían la vuelta al animal que
todos llevamos dentro cuando se presentan situaciones límite. Y me preguntaba
cómo actuaría yo en esas circunstancias y me respondía que, quizás, de la forma
más primaria e instintiva.
Queda
dicho que han pasado muchos años desde que ese tipo de libros de aventuras me envolvían y me
salvaguardaban del mundo real, ahora, después de tanto tiempo tampoco sé muy
bien si no me importa nada o si me importa todo, aunque sigo opinando, también
ahora, cuando no tengo un libro entre mis manos, que la vida la viven otros y no
yo.
Rosa
Burgos.