Conocí a la autora hace muchísimos
años, cuando adolescentes aún, paseábamos nuestras faldas tableadas azul marino
y camisas blancas por los pasillos de un colegio religioso en una ciudad, Baza,
de la que ni ella ni yo éramos oriundas.
Allí,
alejadas de los padres y sus ambientes campestres, con todo lo que implicaba
entonces el ambiente rural, como ausencia de libros y relaciones sociales, pues
tanto ella como yo, vivíamos en cortijos aislados de nuestros respectivos
pueblos, Castril y Cúllar; allí, digo, entre monjas mojigatas, un cura pedófilo
que nos enseñaba Latín y Griego, rezos diarios antes de entrar a clase, misas
obligatorias y salves a la Virgen Niña, allí, nos germinó la esencia de la
literatura y no porque tuviéramos profesores especialmente preparados, todo lo
contrario, sino porque ese colegio poseía una pequeña biblioteca y el universo de
las palabras escritas nos estaba aguardando.
Después,
las diferentes carreras, vivencias y carreteras nos condujeron por caminos separados
y, a los cuarenta y pico años, en 2007, nos reencontramos en Málaga —ya mi
tierra—, en la presentación de un libro a la que había ido Ángeles desde Almuñécar,
su ciudad entonces. Es curioso, pero en las charlas con vinos posteriores al
evento, descubrimos rutas paralelas y discernimientos coincidentes.
Su novela epistolar, La
fómula, la leí de inmediato. Me impresionó. Magníficamente documentada
y mejor escrita.
Ha tardado algún tiempo para que
podamos leer la segunda, El lápiz de plata de Madame Chauchat.
Ella dice que no habrá una tercera, aunque veremos a ver. Publicada por Elenvés
Editoras, en la Colección Bernal Narrativa, bajo la dirección de Pepa Merlo, es
pura literatura sin ambages ni retóricas ni afectación de prosopopeyas. No deja
de ser, en el fondo, un homenaje a La
montaña mágica de Thomas Mann, pero hay más.
Es una distopía relatada en dos
partes, (“Todo ocurrió en poco tiempo” y “El viaje de regreso de Legerbinga”),
un epílogo y una coda que es su cuaderno de bitácoras. Con ese cuaderno nos guía
por las maniobras, influencias y utilidades artísticas de casi todos los
géneros, con buenas dosis de ironía, en el proceso muy premeditado de narrar una
historia científica que ocurre en lejanos años futuros.
En
lo que llama la Edad Tercera de las
Cosas hay habitantes en otros planetas y galaxias que se comunican por neuroprótesis,
pero son “seres con vida pero sin existencia”, es decir, sin sentimientos ni sueños
ni ambiciones.
Es
la masacre medioambiental en la Tierra —de la que todos somos responsables y
causantes— el impulso que le ha
inspirado: “…no sobrevino el fin por el fuego —caviló Tuu37 con la mirada sobre
unas imágenes de Blad Raner— sino por el hielo que llegó imperceptible al
inicio y fue tomando posesión del planeta a lo largo de los siglos: las cuatro
estaciones se redujeron de forma gradual a dos y, con idéntico sigilo, a una
sola, el invierno”. Otra frase: “Legerbinga tampoco está dormida…piensa en los
genocidios que se archivan en el emisor-receptor de datos del triste Tuu23 y
los sitúa en el tiempo y en el espacio, en la geografía de los poblados, las
ciudades, los reinos y los estados; ordena las sucesivas matanzas de grupos
humanos, que fue una constante desde los inicios de la historia, y en todos
encuentra una razón económica oculta bajo el odio racial o religioso”. Siempre
la sinrazón económica.
Ella, la autora, Ángeles García-Fresneda, es el
estandarte de la asociación “Salvemos el
Altiplano” que lucha a voz en grito contra las atrocidades y corrupciones de
muchos políticos, periodistas y empresarios en torno a las macrogranjas de
cerdos y cultivos intensivos en el norte de Granada. Si no hay respeto por la Naturaleza
no lo habrá para nosotros mismos.