domingo, 27 de noviembre de 2022

Viaje con nosotros

 

No me lo pensé. Había decidido viajar en noviembre, pero ¿dónde? Lejos, desde luego. Hay tanto por ver que no me decidía por ningún sitio en concreto. En Viajes de película me dijeron que iban a hacer uno a Chile, pero que salían dentro de unos días. Chile era uno de mis destinos idealizados, así que renové el pasaporte y preparé la maleta con ropa de todas las estaciones porque el recorrido era casi total en solo quince días.

La aerolínea chilena, Latam, nos trasladarían desde Madrid a Santiago, en catorce horas, en un avión ciclópeo. El grupo de Málaga tuvimos que esperar en el aeropuerto español bastantes horas y, cuando permitieron el embarque, nos apelotonamos en la puerta, sin tener en cuenta las colas que el resto de la gente aguardaba. Un chileno, un tanto enfadado, nos espetó: “¡hay que ver los españoles cómo son, no saben respetar los turnos!”, entonces, uno del grupo, le hizo la única pregunta que no se puede hacer en toda América Latina desde que, en 2007, se celebró la Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado en la que participaban, entre otros, nuestro Emérito y Hugo Chávez; la pregunta era, lógicamente, “¿por qué no te callas?” El chileno lo miró de arriba abajo y con determinación entró en el túnel hacia el avión a la vez que decía: ¡a la mierda! Nadie replicó o, al menos, no lo oí.


Santiago de Chile es una capital en la que no viviría mucho tiempo pues concentra casi la mitad de toda la población del Estado, con enormes rascacielos, entre ellos, el Costanera, el más alto de toda América del Sur. Desde su piso sesenta y dos se ven Los Andes, que son una belleza constante en todo el país y, si bajamos la mirada, el Estadio Nacional, el Palacio de La Moneda, la plaza de Armas, Cerro de Santa Lucía, barrio Bellavista, La Chascona, una de las casas de Neruda etc.



En 1990 una mañana en un Juzgado Penal, Civil y de Registro Civil de Fuengirola recibí en mi despacho a una madre y a su hijo, ambos chilenos. Me contaron que llevaban algún tiempo intentando conseguir la nacionalidad española y que no sabían por qué no recibían contestación alguna. Llamé al funcionario encargado de la tramitación, nos explicó que estaba todo tramitado y remitido al Ministerio de Justicia y que el problema estaba en la Dirección General Del Registro y del Notariado ya que tardaba mucho en resolver. En toda mi vida profesional había tenido un funcionario más educado y respetuoso. Cuando salieron de mi despacho llamé  por teléfono al responsable de esa Dirección General del Ministerio. Nunca habían recibido ese expediente. Ese expediente, junto con otros muchos, lo hallé en los cajones del funcionario. Era un corrupto. Levanté acta de todo lo que fui encontrando. Fue juzgado y condenado. Terminó, creo, de concejal en Mijas.

Esa madre y su hijo, chilenos, vivían muy cerca de mi casa. Me los encontraba por las tardes paseando. Hablábamos con frecuencia. Hicimos amistad. Ana, la madre, era una señora muy culta, menuda y muy educada. Daniel, el hijo, ejercía de veterinario. Su padre había fallecido en Alemania. Se llamaba Daniel Vergara, subsecretario del Ministerio del Interior del gobierno de Allende. Con Allende estuvo en el Palacio de La Moneda hasta el último momento, cuando los bombardeos y el golpe de Estado de Richard Nixon y Pinochet. Después, fue detenido y trasladado, herido por bala, juntos a los altos cargos sobrevivientes, a la isla Dawson, situada en el extremo sur de Chile, justo en el Estrecho de Magallanes. Caminaron varios kilómetros entre la nieve— Daniel Vergara sangraba— hasta llegar a un campo de concentración, ideado y diseñado por un nazi escondido en Chile, Walter Rauff. De ese campo fueron sacados en mayo de 1974 por intercesión de la Cruz Roja Internacional y Daniel fue llevado a Alemania donde, al año, murió.

Recuerdo cómo Ana me enseñó unos dibujos a carboncillo de los barracones de ese campo. Nunca se me olvidarán.

Daniel, el hijo, en 1973, entonces estudiante, fue detenido y encarcelado en el Estadio Nacional. Ana me contó su desesperación porque sus dos seres queridos estaban desaparecidos y desconocía dónde podían estar, vivos o muertos. Además, me decía, ella no era mujer de joyas que tanto le habrían servido para sonsacar alguna información, del tipo que fuera.

Daniel, el hijo, fue transportado a un campo de concentración del norte, en el desierto de Atacama, Chacabuco, unas abandonadas viviendas salitreras rodeadas de un campo de minas antipersonales y que aún hoy se conservan. Jamás me ha contado nada de lo que vivió.

En mi viaje a Chile el guía nos explicó que esas minas están muy esparcidas por los fuertes vientos de la zona y que por ese motivo no se pueden desactivar. Vimos la zona acordonada, muy amplia, cerca de la frontera con Bolivia.





Visitamos Viña del Mar y Valparaíso. Por primera vez veo el océano Pacífico. No se puede pedir más: delante, el océano; detrás, la cordillera de los Andes. Pero sí, hay algo más: La Sebastiana, otra de las casas de Neruda, el trabajador de las palabras. En cada rincón está el alma del poeta sentado en la mesa comiendo con amigos, en la chimenea modernista leyendo, en el escritorio, en los mapas de América con anotaciones, en los zapatos y en la bata de Matilde Urrutia, en el cuadro/reloj del comedor cuyos componentes cambian de posición cada hora, en el caballo de madera…Pablo Neruda es mi padre poético tal como lo fue Walt Whitman para él y, por consiguiente, mi abuelo.



Desde Santiago cogimos avión a Puerto Montt y de allí a Puerto Varas, más de 1.000 km hacia el sur. Tierra de lagos y de los colonizadores alemanes. Enfocada al turismo, pero respetuoso con el medio ambiente. Enfrente de nuestro hotel, que parece un castillo, el lago Llanquihue que es como nuestro Mediterráneo, salvo por el clima frío y por los volcanes.


Muy temprano salimos para el Lago Todos los Santos, llamado así por los jesuitas. Solo pura naturaleza, reflejada en sus aguas esmeraldas, separan las dos únicas poblaciones; en una de ellas, Peulla, con 150 habitantes, a más de 300km de cualquier civilización, estuvo un tiempo el autor de Canto General, libro determinante sobre América.

Comimos en el pueblo, a mi lado lo hizo el guía que nos acompañaba. Se le preguntó qué pensaba de los conquistadores españoles y su respuesta fue que eran otros tiempos y se comprendía que actuaran con dureza con los nativos. Percibí que al ser españoles eludiera cualquier ofensa al respecto. Sin embargo, cuando cogimos el autobús de vuelta a Puerto Varas se explayó alabando a Pinochet al que consideraba uno de los mejores gobernantes de Chile. Dijo, con su cara de pánfilo, que no era un golpista, sino que el pueblo había reclamado su intervención militar. Alguien del grupo se levantó del asiento y reclamó. Ya no hubo más loas a Pinochet, aunque tampoco explicó nada más de ningún tema.

Un ermitaño vive desde hace más de 30 años en el bosque, su hijo fue un día a visitarlo y decidió también ser ermitaño, vive perdido en algún otro bosque. El ermitaño es una persona muy conocida por esos lares, vimos las vacas y ovejas que pactaban en el valle, así como su barca.

Palafitos, casas construidas con tejuelas de alerce, curanto (carne y pescado cocidos en un hoyo con piedras calientes), Iglesias coloridas con santos vestidos con ropas de mercadillo, eso y mucho más es la isla de Chiloé y las más de mil islas que la rodean. Una guía, oriunda de Frutillar, con rasgos mapuches y muy inteligente nos contó que en el archipiélago vivían, desde tiempos prehistóricos hasta el siglo XVIII, los Chonos, indígenas hoy desaparecidos. Eran los dioses del mar y por las aguas bravas se movían con una barca (dalca) construida con tres tablas atadas con tiras de cuero de lobos marinos. Vivian del mar y carecían del sentido de la propiedad de la tierra. No concebían un lindero o un amojonamiento porque el mar no tiene deslindes artificiales. Se adentraban en el bosque solo los meses de invierno para protegerse de los temporales. Cuando los conquistadores se establecieron en esas zonas, los “civilizaron” y murieron de enfermedades nuevas que sus cuerpos no supieron combatir.




 De Puerto Montt cogimos un vuelo a Punta Arenas y un bus hasta Puerto Natales. 3.500 Km hacia el sur. Es la ruta del fin del mundo.

Han pasado los días y, con tanto trasiego, la maleta está aún sin deshacer, preparo la ropa adecuada del día a día e intento dormir rápido para estar descansada al amanecer. La más abrigada será la que me ponga y aún más si la hubiese llevado. Por eso visito las tiendas de artesanía con el objetivo de comprar gorros y bufandas. En una de ellas entablo una larga conversación con una mujer que trabaja la lana de oveja merina. Le compro un gorro. Me pregunta que de dónde soy y yo le hago la misma pregunta, me dice que toda su vida había vivido en estas tierras frías; Se nota en su piel cuarteada. Me indica que peor era cuando, de pequeña tenía que andar 5 Km diarios para ir a la escuela ya que sus padres eran trabajadores del campo. Le digo que yo también, cuando era pequeña, viva lejos del pueblo y tenía que ir andando y con frío a la escuela. Nos miramos con hermandad, como si hubiéramos ido juntas a la misma escuela.





Cuando íbamos en dirección al parque Torres del Peine, declarado reserva mundial de la biosfera, vimos el Estrecho de Magallanes. Emociona imaginarse a los marinos de la expedición española, valientes y agotados, ir descubriendo poco a poco ese paso natural entre los océanos Atlántico y Pacífico, en 1520.  Descansaron en unas tierras donde los indígenas eran altos y fuertes, los patagones (“pie grande”). Cinco naves partieron de España, de las cuales perdieron tres y una que desertó. A España solo volvió, en 1522, la Victoria capitaneada por Juan Sebastián Elcano, repleta de especias. Magallanes muere un año antes.





Ha llegado el momento de arreglar la maleta, planto la ropa de invierno en la parte baja, la de primavera y verano en la de arriba. Volamos a Santiago de Chile y después a Calama. Total, unos 4.500 Km hacia el norte. El grupo perfectamente consolidado bromea y canta a cada momento la canción de Gurruchaga, Viaje con nosotros. Parecía como si hubiéramos estado toda la vida viajando juntos. Yesus, un estupendo actor malagueño, nos alivia los tedios en los aeropuertos y las largas travesías en bus repartiendo humor en todos los momentos. Gustavo, el de la agencia de viajes, nos ofrece la conversación que cada uno necesita y resuelve los pequeños problemas que se presentan.

Desde la carretera de Calama a San Pedro de Atacama se ven las casas de los mineros del cobre, humildes y muy numerosas. Habría que compararlas con las de los propietarios de las concesiones mineras.





El desierto de Atacama sobrecoge. No hay palabras para describir tanta naturaleza muerta que, sin embargo, es fuente de riqueza ya no por las minas de cobre sino también por el litio, hierro, sales, oro y plata.

La meseta del altiplano, a 4.500 m. de altitud, de vértigo, que se soslaya mascando hojas de coca. Manadas de guanacos se ven de norte a sur recorriendo tierras interminables. Las alpacas, con su cara de despiste, se emboban con los coches que pasan por la carretera o, simplemente, mirando los lejanos paisajes andinos.



En San Pedro entré en una tienda atendida por una mujer con una larga trenza negra y un bebé dormido en la espalda, recogido con un pañuelo anudado. Le pregunté si tenía tejidos de alpaca, me mostró varios, pero el que más me gustó fue un chal amarillo. “¿Es seguro que es de alpaca?”, le pregunté. “Claro, y de la mejor porque es de alpaca bebé, la más suave”, me contestó. Le pagué 20.000 pesos y me lo puse para la cena de despedida del viaje. Algunas compañeras lo celebraron y les indiqué la tienda exactamente. “¡es precioso y está muy bien de precio!”, me decían. Al día siguiente, desfilaron por ella y salieron todas con un chal.

Ahora, mientras deshago la maleta en Málaga, acaricio la suavidad del tejido y observo que, recosido en un pespunte hay una pequeña etiqueta adherida que dice: 100% viscosa, made in China. Recordé lo que me contó mi compañera de escuela de Puerto Natales: “a los artesanos nos cuesta mucho adquirir materias primas, como lana merino o alpaca, porque las multinacionales de la moda se han apropiado de la explotación”.




lunes, 15 de agosto de 2022

El lápiz de plata de Madame Chauchat, de Ángeles García-Fresneda

 



Conocí a la autora hace muchísimos años, cuando adolescentes aún, paseábamos nuestras faldas tableadas azul marino y camisas blancas por los pasillos de un colegio religioso en una ciudad, Baza, de la que ni ella ni yo éramos oriundas.

Allí, alejadas de los padres y sus ambientes campestres, con todo lo que implicaba entonces el ambiente rural, como ausencia de libros y relaciones sociales, pues tanto ella como yo, vivíamos en cortijos aislados de nuestros respectivos pueblos, Castril y Cúllar; allí, digo, entre monjas mojigatas, un cura pedófilo que nos enseñaba Latín y Griego, rezos diarios antes de entrar a clase, misas obligatorias y salves a la Virgen Niña, allí, nos germinó la esencia de la literatura y no porque tuviéramos profesores especialmente preparados, todo lo contrario, sino porque ese colegio poseía una pequeña biblioteca y el universo de las palabras escritas nos estaba aguardando.

Después, las diferentes carreras, vivencias y carreteras nos condujeron por caminos separados y, a los cuarenta y pico años, en 2007, nos reencontramos en Málaga —ya mi tierra—, en la presentación de un libro a la que había ido Ángeles desde Almuñécar, su ciudad entonces. Es curioso, pero en las charlas con vinos posteriores al evento, descubrimos rutas paralelas y discernimientos coincidentes.

            Su novela epistolar, La fómula, la leí de inmediato. Me impresionó. Magníficamente documentada y mejor escrita.

            Ha tardado algún tiempo para que podamos leer la segunda, El lápiz de plata de Madame Chauchat. Ella dice que no habrá una tercera, aunque veremos a ver. Publicada por Elenvés Editoras, en la Colección Bernal Narrativa, bajo la dirección de Pepa Merlo, es pura literatura sin ambages ni retóricas ni afectación de prosopopeyas. No deja de ser, en el fondo, un homenaje a La montaña mágica de Thomas Mann, pero hay más.

            Es una distopía relatada en dos partes, (“Todo ocurrió en poco tiempo” y “El viaje de regreso de Legerbinga”), un epílogo y una coda que es su cuaderno de bitácoras. Con ese cuaderno nos guía por las maniobras, influencias y utilidades artísticas de casi todos los géneros, con buenas dosis de ironía, en el proceso muy premeditado de narrar una historia científica que ocurre en lejanos años futuros.

En lo que llama  la Edad Tercera de las Cosas hay habitantes en otros planetas y galaxias que se comunican por neuroprótesis, pero son “seres con vida pero sin existencia”, es decir, sin sentimientos ni sueños ni ambiciones.



Es la masacre medioambiental en la Tierra  —de la que todos somos responsables y causantes—  el impulso que le ha inspirado: “…no sobrevino el fin por el fuego —caviló Tuu37 con la mirada sobre unas imágenes de Blad Raner sino por el hielo que llegó imperceptible al inicio y fue tomando posesión del planeta a lo largo de los siglos: las cuatro estaciones se redujeron de forma gradual a dos y, con idéntico sigilo, a una sola, el invierno”. Otra frase: “Legerbinga tampoco está dormida…piensa en los genocidios que se archivan en el emisor-receptor de datos del triste Tuu23 y los sitúa en el tiempo y en el espacio, en la geografía de los poblados, las ciudades, los reinos y los estados; ordena las sucesivas matanzas de grupos humanos, que fue una constante desde los inicios de la historia, y en todos encuentra una razón económica oculta bajo el odio racial o religioso”. Siempre la sinrazón económica.



Ella, la autora, Ángeles García-Fresneda, es el estandarte de la asociación “Salvemos el Altiplano” que lucha a voz en grito contra las atrocidades y corrupciones de muchos políticos, periodistas y empresarios en torno a las macrogranjas de cerdos y cultivos intensivos en el norte de Granada. Si no hay respeto por la Naturaleza no lo habrá para nosotros mismos.

 


 


domingo, 7 de agosto de 2022

La paz es la excepción que confirma la guerra, de Manuel Blanco Chivite


 

Casi recién publicado por Garaje Ediciones, en la colección diseñada por nuestro querido Alejandro Pacheco, al que siempre recordaremos, es un libro de poesía muy especial; para arrancar cuenta con un prólogo, nada más y nada menos, que de Bernardo Fuster.

En el poema Previas, escrito por su heterónimo, Betulia Rotten, nos ratifica  el título del libro o, tal vez, sea al contrario, y haya sido el que le ha inspirado el título. De cualquier modo, en prosa poética, tira de la manta y descubre la crudeza de la paz: “la paz es una guerra escondida… es la industria más próspera de armamento”. No cabe añadir ni una coma. Es así.

Avanzamos leyendo y nos encontramos con Muertes no contabilizadas, que muy bien puede estar dedicado a los muertos habidos, por pistolas policiales, en la época de la Transición.

…Nada más peligroso

que el afán vigilante

de las armas reglamentarias

y la obediencia al ministerio.

Muerte paseada

Dolor repartido.

Deber cumplido.

 Sin prisas es un poema influido por su experiencia, de primera mano, del mundo que le rodea, aunque en realidad todos los del libro lo son, pero es en éste donde consigue expresar sus vivencias con una gran llaneza:

Habito, me dijo,

Un minúsculo apartamento

Lo justo para vivir.

Cuando llegas, añadió,

El primer paso que das dentro

es el primero

que te conduce a la salida.

Es la sensación que tuve,

le respondí,

nada más nacer.

Magnífico Gracias, culpables. Nosotros, los dignos, los decentes, los morales, los cabales, los intachables estamos separados por un muro ficticio o real de los viles, alevosos, villanos, delincuentes y amorales, que me recuerda al famoso retrato, que de Sao Paulo, hizo el fotoperiodista brasileño Tuca Vieira, donde reflejaba el abismo de los poseedores y los desposeídos, separados por un muro: a un lado, el color gris de los tejados de uralita de las favelas; al otro, los campos de tenis, piscinas y edificios perfectamente enlucidos y acabados.

…Tan satisfecho me siento que no tengo inconveniente

(que no se diga)

en darles las gracias:

Gracias, culpables.

Os debemos tanto.



Si El tendedero considerado como bandera nos desvela cual es el símbolo auténtico de la patria, (“vestuario laboral de la familia”), en No los suficientes, un poema bellísimo con sabias figuras retóricas, nos indica cómo se hace y se destruye una patria:

Fuimos muchos, pero no los suficientes.

Nos vimos unidos, pero no lo suficiente.

Tuvimos armas, pero no las suficientes.

Terminamos derrotados, pero no lo suficiente.

Seguimos adelante, pero no lo suficiente.

Volvimos a ser muchos, pero no los suficientes.

Salimos a la calle, pero no los suficientes.

Hicimos huelgas, pero no las suficientes.

Paramos 24 horas y no fueron suficientes para un año que tiene 8.760.

Algunos fueron gobierno progre, pero no lo suficiente.

Por fin un día, no me pregunten cuál, fuimos suficientes.

Pero los jefes nos enviaron un mensaje trascendental: “no es el momento”.

Nos deshicimos de algunos jefes,  pero no de los suficientes.

 

En “Prometo no estar”, último del poema, se ocupa de su paso por la vida, aunque no le preocupa en exceso:

Mi huella será

como la huella que deja la mano

cuando atraviesa el aire.

Esa sublime comparación será pura y limpia literatura en el futuro porque tu huella, Manuel, dejará huella.


jueves, 4 de febrero de 2021

"Amores dudosos, certeras muertes", de Manuel Blanco Chivite

    En Amores dudosos, certeras muertes se tratan poéticamente dos temas ancestrales de la literatura: el amor y la muerte, pero con profusa originalidad y sabiduría. La primera parte, la del amor, que lo disimula bajo el término amoríos, es una sátira de las relaciones afectivas, pero, tal vez no tanto, porque entre tanta ironía y superficialidad deja entrever la importancia de la ternura y la belleza que el amor conlleva y, si no, léase con detenimiento Querido caos o Apasionamientos carnales:

En ese revuelto ciclón

de variadas carnes

llamado sexo

quizás amor

babeo posiblemente.

Toma solo cuando se te ofrezca,

siempre que lo ofrecido te apetezca

en ese preciso día de múltiples avatares.

Y de lo ofrecido,

no lo tomes nunca todo.

No vacíes el plato

Aún menos lo rebañes

No seas ávido de lo que siempre sobra

No te sacies pues perderías

tu capacidad de saborear

en ese desvarío de carnes al peso, al punto, poco hechas o algo pasadas.

Ni seas ni parezcas hambriento en medio de esa enorme carnecería after

para todos los gustos y de todos los precios en todas las monedas,

divisas o sentimientos,

dólares compensatorios o amoríos bienintencionados,

ligues, citas al minuto,

encuentros entre nada y nada,

todo es precio, todo es intercambio desigual, cualquiera sea la moneda,

la emoción, el latido cardíaco, el temblor, los nervios, el juego,

la pasión, la baba y el amorío,

todo se cuantifica, se contabiliza en el mercado carnívoro.

Te quiero y yo a ti más, ¿más?,

eso es más caro, más posesivo, más propiedad,

incluye piscina, plaza de garaje y fidelidad de entrepierna.

Y no tomes si no te ofrecen.

No ofrezcas si no te demandan.

Nunca entregues el pedido completo,

no te quedes sin munición, sin reservas estratégicas,

perderías cada batalla y las guerras del porvenir.

Y de lo ofrecido, no lo tomes nunca todo.

Rechaza el pan de hoy y tendrás carne mañana.

Somos al peso y necesitamos administrarnos.

Para durar el resto de nuestra vida.

Si es que hay resto,

si es que es nuestra,

si es que queda vida.

    En la segunda parte, la muerte, consciente de que el animal humano, como cualquier ser vivo, tiene un final, y más si se ha llegado a ser un viejo animal, es una larga despedida. Manuel Blanco Chivite —con todo mi dolor por ser mi amigo querido—, nos dice adiós aunque quizás tarde años o puede que ni siquiera pueda leer este escrito o, tal vez, yo misma no se lo pueda remitir, si así ocurre él nos dice que “fue un descuido” porque “cada día vivido es como un robo con éxito”. Manuel prepara el viaje para una estancia duradera y desconocida “hasta llegar de nuevo al barro elemental/arrastrado al mar por las lluvias/donde nacerá de nuevo la vida/pero no la nuestra, /pero no la tuya, pero no la mía…/y ni siquiera lo siento”. ¿Se puede describir el punto final de una forma más bella? El poema Proyecto es una auto elegía y  Rodeado de muerte, poema concluyente,  compagina lo cotidiano con lo excepcional, lo elemental con lo esencial, lo transcendente con lo insignificante y el resultado es, como lo es el libro entero, sublime.

 Los muertos idos

 Los muertos se fueron

 y se llevaron consigo

 si no otra cosa,

 su verdad más íntima, la más profunda,

 la que quizás ni ellos mismos, 

 acostumbrados a la comodidad de las mentiras,

 fueron capaces siquiera de vislumbrar, aún menos de dejárnosla.

 

 


   

sábado, 26 de diciembre de 2020

Gregorio y Gregoria

 Acaba de fallecer Gregorio Salvador Caja, a los 93 años, académico y subdirector de la RAE


    Era el paisano más ilustre que mi pueblo ha tenido nunca y que, posiblemente, no haya otro o tengan que pasan años para igualarlo. Nació en Un pueblo sin apellido de la provincia de Granada, como él tituló el artículo que el ABC  publicó en 1987, cuando fue designado académico donde explicaba que los políticos de esa época  —con un afán mal entendido de independencia—  habían decidido que Cúllar-Baza, pasara a llamarse sólo Cúllar, de tal modo que, al haber en la provincia otro pueblo denominado Cúllar-Vega, creaba confusión y, aunque administrativamente se llamara Cúllar a secas, siempre se tenía que especificar que era Cúllar-Baza. Y en esa situación seguimos aún.

            Mi padre contaba que su “primo” Gregorio recorría, cerca de los años sesenta, los anejos del pueblo con unas libretas donde anotaba las cosas que le interesaban y que una vez, estando en la era trillando o aventando, llegó y le estuvo preguntando cosas del campo. Basadas en esas investigaciones  realizó su tesis doctoral: El habla de Cúllar-Baza: contribución al estudio de la frontera del andaluz. No eran primos consanguíneos, sin embargo, con los Salvador habían tenido una relación muy estrecha porque la segunda mujer de mi abuelo paterno era de esta rama.

            Gregorio estaba casado con Ana Rosa Carazo a la que conoció siendo ambos muy jóvenes. No sé exactamente si eran compañeros en la Facultad, lo que sí me comentó un amigo que coincidió estudiando con ellos, es que iban siempre tan juntos que le llamaban Gregorio y Gregoria.

            El año que fue nombrado académico yo acababa de aprobar las oposiciones y me encontraba en Madrid haciendo las prácticas en la entonces Escuela Judicial y, a través de Juan Pérez Arcas y Loli Salvador, conseguí una invitación para acudir a la RAE a escuchar su discurso de ingreso. Fue un acto inolvidable y complaciente, a la par de la satisfacción que sentía por haber superado las oposiciones o quizás, mayor, pues desde siempre he entendido como propio el mundo literario.  

“Voy a hablar, pues, simplemente de la letra q, de sus peculiaridades, de su origen y vicisitudes, de sus detractores y de sus partidarios, de sus blasones y de sus flaquezas, de su evidente vulnerabilidad y de su posible razón de ser”. “Señores académicos: … he querido hablar de esta letra porque, aunque tal adscripción se deba a un puro azar, desde el momento en que fui elegido vi una clara relación simbólica entre ese signo y mi presencia en esta Casa. Es una letra minúscula; más, pues, de brega que de relieve, más de texto que de cabecera. Tiene además una concreta especialización, un limitado empleo. Y, sobre todo, nada vale por sí misma, si no le acompaña la u. Vais a ser la u que me acompaña…” Manuel Alvar contestó el discurso de Gregorio donde ensalzó su discreción, agudeza, originalidad y sabiduría. Por las escaleras de mármol que conducen a la sala de actos vi, e incluso hablé, con escritores que admiraba, como Buero Vallejo o Luis Rosales. Después, nos fuimos a cenar con él un grupo muy numeroso: muchos Salvador, amigos y una representación del Ayuntamiento del pueblo.

Mi amiga Ángeles García-Fresneda, escritora y  alumna suya en Granada, al comentarle hoy su muerte me ha mandado la siguiente nota donde se revela su personalidad como docente y el respeto por el habla andaluza: “Don Gregorio Salvador era, en la licenciatura de Filología Hispánica, el gran investigador del ALEA y el profesor eminente del área de Lengua; entraba en clase trajeado, con camisa blanca y corbata, pisando el suelo alfombrado de colillas, mandaba ventilar la fumaranda y no permitía encender cigarrillos, ni distracciones, ni preguntar tontunas. Los alumnos sabíamos que el rigor, la estructuración perfecta de los contenidos que se aplicaba a sí mismo en sus clases de Dialectología Española luego nos lo iba a exigir a nosotros. No aceptaba omisiones ni fallos en sus exámenes escritos y orales: con una sonrisa afable te suspendía por una equivocación, porque el estudio de la fonética, el léxico y la historia de nuestras hablas geográficas las concibió como ese lugar donde confluye la ciencia y las humanidades. Aprendimos con él que las maneras de hablar del pueblo español, y especialmente del andaluz, son tan dignas de admiración y de respeto como el resto de manifestaciones culturales”.

            En nuestro pueblo le hicieron varios homenajes, como ponerle una plaza con su nombre; allí, con ellos, estuvimos toda la familia.

            La siguiente vez que coincidimos fue por un triste motivo: el 18 de agosto de 2001,  cuando circulaba con la familia en dirección a Astorga donde Gregorio iba a pronunciar el pregón de las fiestas, tuvieron un accidente de tráfico y murieron Ana, la nieta que con ellos convivía en Madrid desde hacía cuatro años, con tan solo 23 años, y su hermana Sole. 

Nunca  se repusieron de tan tremendas pérdidas. Ana Carazo, la mujer de Gregorio, en su libro de poemas A contramuerte, dedicado a su nieta dice:

Y ya orgullosa abuela: esta es mi nieta,

mi nieta, la primera,

mi seguro de vida y la esperanza

de mi supervivencia en esta tierra

que de mí por tu madre descendía

—o ascendía, según como se mire—

hacia la eternidad

pues por las venas

de tus hijos y de los hijos de tus hijos

y así, hasta el infinito,

mi sangre jubilosa correría.

             Algunos años después, en 2008, escribí un libro sobre un estudiante, Javier Fernández Quesada, que murió en 1977, por disparos de la Guardia Civil en el campus de la universidad de La Laguna, donde Gregorio Salvador había sido catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras desde 1966 a 1975, y siete de ellos su decano, por lo que conocía perfectamente los lugares descritos y a muchos personajes. Le pedí que me lo prologara. A su casa, cercana a la Glorieta de Bilbao, le llevé el texto. Estaban Gregorio y Ana.

La vivienda, atestada de libros con estanterías que llegaban hasta el techo, el despacho de Gregorio que se independizaba del salón con una puerta corredera, el color beige del sillón donde estaba sentado Gregorio y el sofá donde nos sentamos Ana y yo, fueron los testigos de nuestras conversaciones. Ana, ya ciega, se movía por la casa con habilidad, tanteando los muebles que le servían de guía.

Los visité varias veces. La primera vez, les relaté lo que había escrito. Ellos escuchaban con atención y cordialidad como si nos hubiéramos tratado desde siempre. Me dijo que sí me lo prologaría. Hizo, como no podía ser de otra forma, un prólogo magnífico.

 Las restantes veces fue por puro placer de estar con ellos. ¡Cuánta cultura y humanidad! Ana me contaba que escuchaba audios de las obras de Pérez Galdós, especialmente le interesaban los Episodios nacionales y  se dedicaba a escribir poemas porque era lo que más le llenaba el alma que tan triste estaba desde la muerte de su nieta. Todos sus libros de poemas, sus delicados y bellos poemas, me los regalaba dedicados. Gregorio, con su mirada tan inteligente, muchas veces estaba callado, pero a veces cogía la palabra y nos maravillaba con sus observaciones. Los recuerdo a ambos con toda la ternura, sabiduría y cordialidad. Ellos siempre juntos, Gregorio y Ana; Gregorio y Gregoria.   

           

 

 

           

jueves, 22 de octubre de 2020

Vikinga, de Isabel Pérez Montalbán

 



No hace tantos años que conozco a Isabel Pérez Montalbán, no más de diez, aunque llevo leyendo su poesía desde casi siempre, de modo que, antes de conocerla personalmente, ya la conocía. Había leído de ella No es precisa la muerte, Puente levadizo y Cartas de amor de un comunista, además, había asistido como espectadora a presentaciones y lecturas de Los muertos nómadas con el que logró el Premio Leonor de Poesía de Soria, en 2001. Después, publicó Siberia propia,  Animal ma non troppo y Un cadáver lleno de mundo.  Cuando Visor publicó su antología, El frío proletario, ya contaba desde hacía algún tiempo, como decía Luís Rosales, con su amistad como parte de mis bienes gananciales. Isabel no sólo es mi amiga, es también mi maestra, con ella he aprendido casi todo lo que sé sobre poesía. Como poeta es sobradamente conocida y reconocida y no sólo en España; en Francia, por ejemplo, la universidad se ha interesado y ha estudiado su poesía.

Desde siempre me llamó la atención el realismo extremo de sus poemas, su compromiso intenso y exacerbado con la sociedad que le rodeaba, quizás, porque nadie mejor que ella conocía y sufría las consecuencias de vivir en una comunidad llena de injusticias. Nacer no significa vivir, tener unos padres que te apopen y protejan frente a los atacantes, si es que los hay, en el ámbito que te rodea. Nacer, a veces, es intentar simplemente sobrevivir y ella lo hizo de la forma más bella, acudió a la literatura desde sus primeros años aunque, a veces, las literaturas con sus metáforas y demás figuras retóricas sean una emboscada, es la forma más hermosa de evasión y  ella cuenta que, desde los 6 años, comenzó a escribir y soñaba con ser escritora. Solapó, de esa lúcida manera, el mundo que tan bien describe en Vikinga, con el que ganó este año el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla, libro que tengo el honor de presentar hoy.

            Pero si la infancia suya fue brutal, después ha sufrido en sus carnes, durante toda su vida, la exclusión de un trabajo normalizado, de una nómina, de un estar de alta en la Seguridad Social, de un sueldo digno, de un trabajo estable en lógica consonancia con su alta preparación profesional e intelectual. Y en esa lucha se encuentra aún. Isabel no ha agachado la cabeza nunca ante ninguna Institución, todo lo contrario, ha expresado claro y contundente lo que ha pensado y eso, desgraciadamente, tiene su importe. Yo he sido testigo de su carácter independiente y libre, no hace muchos días, con el actual Centro Andaluz del Libro, y esa actitud tiene su precio, pero ella no está en ese mercado de valores, lo deja bien claro en sus poemas y, así, inicia el libro con una cita de  Wislawa Szymborska: “Creo en el hombre que hará el descubrimiento. Creo en el terror del hombre que hará el descubrimiento”.

El libro  Vikinga consta de tres partes: El alma de la viga, Bellum in ómnibus y plano contraplano. Ya los títulos tienen una belleza fuera de lo común.

El alma de la viga, — según una nota que le acompaña—, es un una expresión arquitectónica y son unos poemas autobiográficos que pretenden mostrar su resistencia frente a la adversidad. Veamos algunos ejemplos: el poema Doméstica violencia termina con los siguientes versos:

…La casa, nunca hogar: palacio estercolero, / reserva natural de esos parientes jíbaros/ que reducen la infancia a corazón de bonsái.

En el poema Hija expósita recoge:

…Porque arriba en el puente, alma yo de la viga, / yo: piojo sin ninguna garantía/ de crecer en cristiano y enlucir/ de estuco, terciopelo y arabescos/ el tabique y la viga de un hogar…

O en Las liendres:

…y entonces quiero un mal como psicópata/ que me humilla nombrarlo solamente: / que eclosionen las liendres  en las cabezas de otros.

Termina esta primera parte con un bello poema: Dictadura financiera:

…Y es que la tiranía financiera/ interrumpe los labios en un beso, / dispara al corazón y tumba a tierra/ porvenires de hogar: / desbarata la casa que no tengo.

            En la segunda parte, Bellum in ómnibus intertexto, la poeta deja aparte su vida personal y, desde su óptica, hace un escaneo del mundo que le rodea aunque con cierto distanciamiento, así, le duelen temas como la explotación y abusos de niños en Camboya, la guerra de Siria, el genocidio de Ruanda, los muertos de la Guerra Civil en las cunetas, el golpe de Estado financiero sin disparos en Grecia, Chernóbil, la reforma laboral (trabaja más y cobra menos)Arrodíllate, utopía, ante el César.

            En plano contraplano, la tercera parte, vuelve a lo personal, pero con otra temática: el amor, ese gran tema; con sus ortos y ocasos, sus añoranzas, desengaños, entregas y pálpitos.

            Hay en Vikinga, en particular, y en general, en la poesía de Isabel Pérez Montalbán un afán de elegir las palabras y las imágenes precisas y exactas, así como de abarcar otros aspectos de la cultura, como el cine, la música, la pintura, etc. formando un centón o intertextualidad que enriquecen los poemas y los descargan de la dureza de los temas sobre los que tratan.

            En suma, a Isabel se le tiene que leer, pero también querer.

            Ha sido un honor haberte conocido y leído, querida Isabel.

 

lunes, 15 de junio de 2020

Mi hermano Delibes (in memoriam a Adrián Burgos López)

       Cuando mi hermano nació escribía Miguel Delibes su primer libro, con el que ganó el premio Nadal al año siguiente[1].                                                       

                                            

      No sé si en todas las familias, cuando no hay grandes problemas o eventos, transcurren ciertos encuentros familiares con algo de indolencia y de tedio por creer prever lo que cada uno va a decir o pensar en cada momento y emerge, entonces, el anhelo  de ser diferentes. En la mía, sí ocurrió con frecuencia. Por eso, si los niños estaban, centrábamos la atención en ellos, que eran los que aportaban vida, y muy poco en los demás. Los hermanos, ya mayores o, mejor, muy mayores, vivíamos cada uno nuestra vida, como es normal. La vida de cada uno era eso: la vida de cada uno, sin que fluyera con naturalidad y espontaneidad la comunicación de las cosas íntimas y personales que relegábamos —seguramente para evitar turbaciones— a otras personas ajenas a ese núcleo. Según las circunstancias, nos satisfacía o preocupaba, desde luego, el bienestar y los inconvenientes que cada uno iba encontrando en el día a día en su camino. Sin embargo, llegó un momento en que todos nos vimos las caras frente a frente, sin eufemismos ni evasiones: nuestro hermano estaba gravemente enfermo por un cáncer. Nuestro Adrián, al que llamábamos por teléfono con frecuencia y que siempre contestaba que estaba muy bien, ya no lo estaba.
                                              

     Nuestras vidas, las de las hermanas, así como la mi cuñado Juan, quedaron frenadas y nos afanamos en lo que llamamos Salvar al soldado Adrián, nuestro hermano mayor. Nuestro hermano tan fuerte, tan independiente, tan libre, tan protector nuestro se nos iba yendo igual que el sol se retira, poco a poco, cada día.
                                                

   Él era doce años mayor que yo y, entre los dos, mis hermanas, Dolores y Ana. La complicidad entre ambos existió desde siempre, tal vez debido a que era su hermana menor. Nos mirábamos y sabíamos lo que pensábamos. De niños y adolescentes vivíamos en La Vega, un anejo a dos kilómetros de Cúllar. Recuerdo las historias de miedo que nos contaba cuando, después de alguna fiesta en el pueblo, andábamos de noche el camino hasta la casa o cómo me hacía rabiar o cómo jugábamos a tirarnos jarros de agua hasta ponernos chorreando y mi madre regañándonos por malgastar el agua que tanto trabajo costaba acarrear. Lo recuerdo con una bicicleta transponer la cuesta de bajada de la casa a toda velocidad hacia el pueblo con los libros, ajados, amarrados con cuerdas en el portaequipaje de la rueda trasera para acudir a la academia, donde estudiaba. (También en Granada, años más tarde, cuando nadie usaba bicicleta, él acudía a su trabajo con ella). La bicicleta la guardaba en lo que había sido una bodega, con tinajas enormes de barro puesto que, en tiempos de mis abuelos, se cosechaba gran cantidad de vino, pero con la filoxera las parras desaparecieron y entonces se destinaron a guardar el grano de la siembra. En esa bodega estaba instalado, también, un antiquísimo telar, colgados cestos de esparto en los que se guardaban las canillas de hilo, lana o tiras de ropa vieja para tejer, el urdidor, la devanadera, los aperos de labranza menores … y su bicicleta. Su bicicleta ocupaba los espacios libres de esa estancia porque casi siempre estaba descuartizada para enderezar los radios o reparar los pinchazos causados por aquellos caminos de guijarros.
                                

    El campo requiere mucha dedicación y más si se cultiva casi de todo, como era nuestro caso. Había que labrar, tablear, sembrar, segar, acarrear, trillar, recolectar la remolacha o aceituna, atender el huerto, los animales…en fin, era un no poder descansar nunca pues en cada estación había una labor distinta. Desde niño ayudó a mis padres en esas tareas. Hay una imagen que se me quedó grabada: mi hermano, muy joven, harto de tanto trabajar, despeinado y sucio tras estar todo el día en el secano haciendo surcos detrás de un par de mulas, apoyado en la fachada blanqueada, se quejaba a mis padres de que eso no era vida por lo que se quería ir de la casa.


—¿Dónde vas a ir? —Le manifestaba mi padre—. ¿Quieres trabajar a cara de otro? Aquí, hijo, somos nosotros los que disponemos, empezamos a trabajar cuando nos parece y paramos a descansar cuando queremos. En ningún sitio se está más a gusto que aquí.
—Sí, pero trabajamos de sol a sol, no hay futuro, no se gana nada y esta vida es muy sacrificada, ¿tú te crees que yo tengo gana ahora de lavarme e irme al pueblo para estar con los amigos?; Estoy cansado de esta vida, quiero irme de aquí, tener un sueldo, mayor o menor, pero disponer de mi dinero y vivir.
      Mi madre le daba la razón a todo lo que mi hermano alegaba e, incluso, propuso irnos por ahí toda la familia, a lo que mi padre replicaba que él no se movía, no se iría nunca a ninguna parte, ya había estado fuera en la Guerra Civil y no quería ver más mundo que el que tenía delante de sus ojos. Ese año, Adrián, se fue a la vendimia a Francia. Nunca más volvió a pisar las tierras galas, entre otros motivos porque se colocó en Mutualidad Laboral y fue destinado a Las Palmas de Gran Canaria. Aquello fue una de las grandes alegrías de la familia, pero ¿Las Palmas? ¿dónde están Las Palmas, en Mallorca?, nos preguntábamos. ¡Qué tiempos de ignorancia! Acudimos al hule de la mesa de la cocina que tenía dibujado el mapa de España y así salimos de la duda. Toda la familia, los seis, con las cabezas unidas sobre la mesa localizamos Canarias y pasamos el dedo por la isla que tanto regocijo le dio.


     Canarias nos dio mucho y bueno. Por primera vez en la historia familiar había alguien que ganaba un sueldo; por primera vez alguien viajaba en avión o en barco; por primera vez alguien tenía un coche; y, por primera vez, se recibían postales llenas mar o cartas, con sobres de ribetes azules y rojos, relatando que se encontraba muy a gusto.


    En esa isla, a través de una de sus amigas, que era profesora de literatura, empezó a leer a Delibes. Descubrió a su autor y nos lo descubrió a nosotros. Nunca dejó de leerle. Ahora, tras su muerte, encuentro cartas entre ellos saliendo a relucir Delibes, de una forma o de otra.


     En Las Palmas conoció a los que ya serían sus amigos toda la vida, Mar y César y, lo que son las cosas, casi al mismo tiempo le detectaron cáncer a ambos. Al principio de la enfermedad, César y Adrián, cuando aún tenían fuerzas para comunicarse, se animaban mutuamente y comentaban que, cuando salieran de ésta, se iban a ir una noche al Casino de Torrequebrada para celebrarlo. Ninguno de los dos acudió a esa cita. Primero falleció César, que era como nuestro hermano y, al poco, nuestro Adrián. Cuando supo la muerte de su amigo estaba en el hospital recibiendo quimioterapia, no dijo nada, ni una palabra, se levantó de la cama y se asomó a la ventana con vistas a Sierra Nevada y así estuvo un buen rato, mirando las sierras. Nunca más volvió a nombrarlo.


    Desde Canarias les enviaba a mis padres giros postales y, con esa ayuda, ellos pudieron terminar de obrar la casa en Cúllar, a donde se trasladaron finalmente. Fueron los últimos de La Vega en abandonar el barco, pues en aquel lugar ya no quedaba nadie. Las puertas de los vecinos estaban cerradas para siempre, las fachadas desconchadas y los caminos tapados por la hierba. Todos los habitantes se habían trasladado al pueblo o emigrado a Barcelona, a Bilbao o a Ibi, a trabajar en fábricas, a buscar un sueldo. La cultura campesina agonizaba.


    Cuando nuestro padre murió de infarto, en 1980, se trasladó a Granada y muchos años más tarde se jubiló de funcionario del INSS. Los fines de semana, sin excepción, volaba al pueblo y volvía los domingos por la tarde cargado de papeles para tramitar las pensiones de muchos paisanos, la mayoría labradores, que desconocían esos trámites o no podían desplazarse a la capital. A todos los atendía con naturalidad y sencillez, y sin más interés que el de ayudarles.
    El día de la comida de su jubilación centenares de amigos le agradecieron su corazón de puertas abiertas y su mirada limpia a la que le acompañaba una sonrisa; con el pelo arremolinado les habló, ¡cómo no!, de Miguel Delibes y de uno de sus libros: La hoja roja. Dijo que esa despedida era la hoja roja que se encuentra en los librillos de papel de fumar, que anuncia que está próximo a agotarse. Menuda metáfora. A nuestro Adrián le quedaban todavía algunas hojas, pero no muchas.
    Volvió al pueblo y se dedicó plenamente al campo y a la caza; sus grandes pasiones, si obviamos los sudokus. Igual que si fuera un personaje de las novelas de Delibes, nuestro Adrián huía de la sociedad despersonalizada y del absurdo consumismo aunque, a veces en exceso, ya que guardaba demasiadas cosas considerando que podrían tener una futura utilidad. Y, como si quisiera recuperar el hábitat de los tiempos de nuestros antepasados, plantó parras y un paraíso en la puerta de la casa de La Vega y otros muchos árboles en los bancales; en la de Cúllar, una acacia a cuya sombra departía con los amigos y, hace solo unos meses, un acebuche.


     Esa afición, la de la caza, la heredó de mi padre. Mi padre y él compartían  y competían en ese entusiasmo, aunque a mi padre le gustaba la caza de la perdiz con reclamo, sin embargo, a mi hermano lo que le satisfacía era recorrer los montes y los rastrojos, subir y bajar laderas, rastreando, con la escopeta al hombro y observar a su perro cómo hacía muestras ante los arbustos que servían de refugio a las liebres, los conejos o las perdices. A todos los perros que tuvo les llamó igual, Relámpago, ni siquiera les asignaba un número regnal a la manera que hacen los reyes o los papas. Nunca hubo un Relámpago VI, por ejemplo.
    El último Relámpago murió un par de meses antes que él. Nuestro hermano, ya muy enfermo, lo enterró en un lugar de La Vega que nadie sabe; tenía, seguramente, un cementerio secreto para sus perros. Cuando subió de enterrarlo no comentó nada. Tampoco nadie le preguntó. Casi todo estaba dicho ya.
    Al año de jubilarse, una madrugada de noviembre de 2012, antes de bajarse al campo, entró al dormitorio de mi madre a llevarle un vaso de leche y a decirle que se iba. Echada sobre la cama, tal como si estuviera dormida, se la encontró muerta. Varias veces aludió, cuando ya se encontraba muy desmejorado, a la buena muerte que habían tenido nuestros padres; era el contrapunto —cavilaba— a la que a él le esperaba.


   Nunca fue un enfermo inactivo, todo lo contrario. Se nos partía el alma cuando, tan delgado, sacaba fuerzas, sin saber de dónde, para ir al campo a cortar los retallines a los olivos, a labrar o a recoger aceituna. Durante su enfermedad hablaba poco y, mucho menos, manifestaba sus sentimientos y temores, pero se adivinaban por sus variables estados de ánimo que iban al compás del padecimiento que soportaba aunque es verdad que, desde siempre, había sido más contemplativo que expresivo. Era muy observador, tal vez, a causa de que, desde niño, había aprendido a otear minuciosamente la Naturaleza.


     Miguel Delibes era su  único autor; casi su único autor. Todos mis libros se los leyó con el máximo interés y concentración, lo normal en él cuando algo le atraía. Era, de verdad, mi mejor lector. De ellos me reseñaba pormenores en los que ni yo misma había reparado. Coincidió la publicación de Palacio de Justicia con el inicio de su enfermedad. Alegría desvanecida por una gran tristeza. No obstante, con la esperanza de que mejorara o se curara eché en la maleta ejemplares para su presentación en Cúllar o en Granada, localidades en los que siempre estábamos con él. No fue posible, nunca hubo esa posibilidad. Me faltó el entusiasmo de dedicarle uno como había hecho con los anteriores, así que, me limité a dárselo para que lo leyera diciéndole que ya se lo dedicaría. Lo leyó seguidamente; con una mano sostenía el libro y, con la otra, puesta en su abdomen, taponaba el incendio que llevaba dentro.


   La última que vez que visitamos el Hospital Virgen de la Nieves fue al inicio del confinamiento por la pandemia, acudíamos con mucho miedo y no sólo del virus. Las calles solitarias y  tan en silencio nos sobrecogían, pero nos conmovió mucho más la cantidad de ambulancias que llegaban al centro sanitario y que se acumulaban en el pabellón de Urgencias. En la entrada principal, en los ascensores, en los pasillos, nadie. Ni un alma a quien poder preguntar por la zona adonde se tenía que hacer la prueba médica, por lo que bajamos a radiología, creyendo que era el sitio correcto. Una mujer  que esperaba sentada, apartada y ausente, con pañuelo en la cabeza para esconder la calva y con mascarilla, a la que sólo se le veían los ojos marchitados, nos  lo indicó.
     Pasados unos días, una mañana temprano llaman por teléfono desde oncología.
— ¿Adrián Burgos López?
—Sí, dígame. Soy su hermana.
—Tenemos el resultado del TAC, su hermano  tiene carcinomatosis y está en fase terminal, así que necesitamos saber si quiere darse más quimio, aunque no le va a servir de nada, el tumor está ya muy extendido, o prefiere pasar a paliativos directamente. Pásemelo que tengo que comunicárselo.
    De esta manera, con esa frialdad, se recibió la noticia. Por supuesto que nuestro hermano no escuchó nunca esa notificación. Debido al estado de alarma pedimos permiso para trasladarnos a Cúllar y le mentimos alegando que, por culpa del coronavirus, no le podían hacer ninguna otra prueba por lo que era mejor pasar unos días en el pueblo, ya que los médicos lo habían aconsejado y la Policía no nos lo podía impedir. Él no lo sabía —o tal vez sí, puesto que era muy inteligente—,  pero la carretera hacia el pueblo embalaba el coche en dirección hacia el último coto[2].
    La morfina. Bendita y maldita: bendita, porque arrebata el dolor y, maldita, porque su uso está justificado, precisamente, por ese tormento. Las dosis, en menor porción al principio, le permitieron ver, varias veces más, La Regenta. Aitana, tan bella, le atraía y, de Juan Luis Galiardo, al que conoció una noche de copas en Las Palmas, admiraba su magnífica interpretación. Ahora pienso que, en realidad, tenían ambos algunas cosas en común: eran altos, varoniles, atractivos y grandes seductores. Se dedicó, en esos días, a ordenar papeles que iba quemando o guardando, según su parecer, y si antes todas las cosas, las más insignificantes, podían servir para algo y las almacenaba,  ahora,  casi todo le parecía inútil e inservible y necesitaba tirarlo o perderlo de vista.


    Hasta que empezó con la morfina mantuvo su papel de hermano mayor, protegiéndonos siempre y mostrando su carácter independiente, mandón y fuerte. Nosotras, las hermanas, de una forma torpe, lo calificamos, en alguna ocasión, de machista y eso nos impedía reparar en los valores que todo el mundo veía, hasta tal punto que llegamos a apuntar  que nuestro Adrián tenía una doble cara, para la gente y para nosotras. Él no sabía, ni quería, revelarnos sus desalientos, ni tampoco nosotras supimos captar que ese poderío era la forma de esconderlos.
     Con la morfina se desinhibió y expresó sus debilidades y toda su ternura. Ya no escondía el dolor, nos lo decía abiertamente. Su bella alma, la que siempre tuvo, sin ningún freno, relucía en cada momento. Nos abrazaba y besaba de la misma manera que si fuéramos niños chicos. Hizo que, de algún modo, todos nos convirtiéramos en niños otra vez. Nos miraba con cariño diciéndonos muchas palabras suaves y tiernas. Nos recostábamos con él en la cama o en un sillón próximo y él nos preguntaba que por qué no salíamos a darnos una vuelta, a lo que le respondíamos que, por culpa del coronavirus, teníamos que estar en la casa. Fue un gran honor tenerlo de hermano, igual que cuidarlo. La última vez que estuvo consciente nos preguntó por cada uno de los niños: Adriana, Javier, Martín y Amanda. Le enseñamos un video y, con lo ojos brillantes, se despidió de ellos: “adiós, preciosos”, dijo.
   Inmerso ya en los delirios producidos por la sedación, con reiteración clamó: “madre, ¡vamos!; madre, ¡vamos!; madre, ¡vamos!” ¿A quién mejor que acudir para que le acompañara en el último camino que a la persona que siempre le respaldó en todo? 



    Fracasó la estrategia que llamamos Salvar al soldado Adrián, pero procuramos, y se consiguió, una muerte digna y sosegada. Debido al estado de alarma, lo velamos en la casa y al cementerio asistimos solamente las hermanas y mi cuñado. Cuando el encargado del camposanto cerró la puerta, la mitad de los seis miembros que formaban nuestra familia, quedaron en él.
     La vida queda nada más que para los vivos[3].

           
           






[1] La sombra del ciprés es alargada, premio Nadal 1947.
[2] EL último coto fue el último libro sobre caza que publicó Miguel Delibes.
[3] Queremos mostrar nuestro agradecimiento a tantas personas que han compartido con nosotros este año de dolor, en particular: al personal sanitario de las plantas 7ª y 10ª del Hospital Virgen de las Nieves de Granada; a la oncóloga, Cristina Alba Torres; a la enfermera nutricionista, María Yolanda Castillo García; al equipo médico, Mª Jesús Álvarez Martín, Jennifer Triguero Cabrera y Mónica Mogollón González; a la enfermera de Cúllar, Tinita Aguaza; a la doctora de Cúllar, Cristina Casado; al médico, José Antonio Oller; a sus queridos amigos, que ya son nuestros también: Pepe (que, día a día, se interesaba por él y, al mismo tiempo que lo curaba, le hablaba del campo y de la caza); Federico, José, Lidia, Luismi, Mar, Floro, Matita, Juanma, Rodrigo, Jordi, Arturo…; a nuestra vecina y amiga, Isabel, (que mimaba a nuestro hermano con sus comidas); a nuestros queridos primos: Ángel, (que no faltó nunca a la cita diaria); Concha Mary, (nunca olvidaremos su profesionalidad, entrega y cuidados constantes); Antonio, (por sus visitas y conversaciones diarias en Granada, hasta el confinamiento); Raquel, Conchi, Asun, María, Pilar, Ana Mary, Pepe, Pedro Adrián, Margarita, Tere, Conchi, Dolores, Emilia y Emilia la del primo Andrés; Y, cómo no, a nuestros queridos tíos: Sole, Carmen y José.