lunes, 15 de junio de 2020

Mi hermano Delibes (in memoriam a Adrián Burgos López)

       Cuando mi hermano nació escribía Miguel Delibes su primer libro, con el que ganó el premio Nadal al año siguiente[1].                                                       

                                            

      No sé si en todas las familias, cuando no hay grandes problemas o eventos, transcurren ciertos encuentros familiares con algo de indolencia y de tedio por creer prever lo que cada uno va a decir o pensar en cada momento y emerge, entonces, el anhelo  de ser diferentes. En la mía, sí ocurrió con frecuencia. Por eso, si los niños estaban, centrábamos la atención en ellos, que eran los que aportaban vida, y muy poco en los demás. Los hermanos, ya mayores o, mejor, muy mayores, vivíamos cada uno nuestra vida, como es normal. La vida de cada uno era eso: la vida de cada uno, sin que fluyera con naturalidad y espontaneidad la comunicación de las cosas íntimas y personales que relegábamos —seguramente para evitar turbaciones— a otras personas ajenas a ese núcleo. Según las circunstancias, nos satisfacía o preocupaba, desde luego, el bienestar y los inconvenientes que cada uno iba encontrando en el día a día en su camino. Sin embargo, llegó un momento en que todos nos vimos las caras frente a frente, sin eufemismos ni evasiones: nuestro hermano estaba gravemente enfermo por un cáncer. Nuestro Adrián, al que llamábamos por teléfono con frecuencia y que siempre contestaba que estaba muy bien, ya no lo estaba.
                                              

     Nuestras vidas, las de las hermanas, así como la mi cuñado Juan, quedaron frenadas y nos afanamos en lo que llamamos Salvar al soldado Adrián, nuestro hermano mayor. Nuestro hermano tan fuerte, tan independiente, tan libre, tan protector nuestro se nos iba yendo igual que el sol se retira, poco a poco, cada día.
                                                

   Él era doce años mayor que yo y, entre los dos, mis hermanas, Dolores y Ana. La complicidad entre ambos existió desde siempre, tal vez debido a que era su hermana menor. Nos mirábamos y sabíamos lo que pensábamos. De niños y adolescentes vivíamos en La Vega, un anejo a dos kilómetros de Cúllar. Recuerdo las historias de miedo que nos contaba cuando, después de alguna fiesta en el pueblo, andábamos de noche el camino hasta la casa o cómo me hacía rabiar o cómo jugábamos a tirarnos jarros de agua hasta ponernos chorreando y mi madre regañándonos por malgastar el agua que tanto trabajo costaba acarrear. Lo recuerdo con una bicicleta transponer la cuesta de bajada de la casa a toda velocidad hacia el pueblo con los libros, ajados, amarrados con cuerdas en el portaequipaje de la rueda trasera para acudir a la academia, donde estudiaba. (También en Granada, años más tarde, cuando nadie usaba bicicleta, él acudía a su trabajo con ella). La bicicleta la guardaba en lo que había sido una bodega, con tinajas enormes de barro puesto que, en tiempos de mis abuelos, se cosechaba gran cantidad de vino, pero con la filoxera las parras desaparecieron y entonces se destinaron a guardar el grano de la siembra. En esa bodega estaba instalado, también, un antiquísimo telar, colgados cestos de esparto en los que se guardaban las canillas de hilo, lana o tiras de ropa vieja para tejer, el urdidor, la devanadera, los aperos de labranza menores … y su bicicleta. Su bicicleta ocupaba los espacios libres de esa estancia porque casi siempre estaba descuartizada para enderezar los radios o reparar los pinchazos causados por aquellos caminos de guijarros.
                                

    El campo requiere mucha dedicación y más si se cultiva casi de todo, como era nuestro caso. Había que labrar, tablear, sembrar, segar, acarrear, trillar, recolectar la remolacha o aceituna, atender el huerto, los animales…en fin, era un no poder descansar nunca pues en cada estación había una labor distinta. Desde niño ayudó a mis padres en esas tareas. Hay una imagen que se me quedó grabada: mi hermano, muy joven, harto de tanto trabajar, despeinado y sucio tras estar todo el día en el secano haciendo surcos detrás de un par de mulas, apoyado en la fachada blanqueada, se quejaba a mis padres de que eso no era vida por lo que se quería ir de la casa.


—¿Dónde vas a ir? —Le manifestaba mi padre—. ¿Quieres trabajar a cara de otro? Aquí, hijo, somos nosotros los que disponemos, empezamos a trabajar cuando nos parece y paramos a descansar cuando queremos. En ningún sitio se está más a gusto que aquí.
—Sí, pero trabajamos de sol a sol, no hay futuro, no se gana nada y esta vida es muy sacrificada, ¿tú te crees que yo tengo gana ahora de lavarme e irme al pueblo para estar con los amigos?; Estoy cansado de esta vida, quiero irme de aquí, tener un sueldo, mayor o menor, pero disponer de mi dinero y vivir.
      Mi madre le daba la razón a todo lo que mi hermano alegaba e, incluso, propuso irnos por ahí toda la familia, a lo que mi padre replicaba que él no se movía, no se iría nunca a ninguna parte, ya había estado fuera en la Guerra Civil y no quería ver más mundo que el que tenía delante de sus ojos. Ese año, Adrián, se fue a la vendimia a Francia. Nunca más volvió a pisar las tierras galas, entre otros motivos porque se colocó en Mutualidad Laboral y fue destinado a Las Palmas de Gran Canaria. Aquello fue una de las grandes alegrías de la familia, pero ¿Las Palmas? ¿dónde están Las Palmas, en Mallorca?, nos preguntábamos. ¡Qué tiempos de ignorancia! Acudimos al hule de la mesa de la cocina que tenía dibujado el mapa de España y así salimos de la duda. Toda la familia, los seis, con las cabezas unidas sobre la mesa localizamos Canarias y pasamos el dedo por la isla que tanto regocijo le dio.


     Canarias nos dio mucho y bueno. Por primera vez en la historia familiar había alguien que ganaba un sueldo; por primera vez alguien viajaba en avión o en barco; por primera vez alguien tenía un coche; y, por primera vez, se recibían postales llenas mar o cartas, con sobres de ribetes azules y rojos, relatando que se encontraba muy a gusto.


    En esa isla, a través de una de sus amigas, que era profesora de literatura, empezó a leer a Delibes. Descubrió a su autor y nos lo descubrió a nosotros. Nunca dejó de leerle. Ahora, tras su muerte, encuentro cartas entre ellos saliendo a relucir Delibes, de una forma o de otra.


     En Las Palmas conoció a los que ya serían sus amigos toda la vida, Mar y César y, lo que son las cosas, casi al mismo tiempo le detectaron cáncer a ambos. Al principio de la enfermedad, César y Adrián, cuando aún tenían fuerzas para comunicarse, se animaban mutuamente y comentaban que, cuando salieran de ésta, se iban a ir una noche al Casino de Torrequebrada para celebrarlo. Ninguno de los dos acudió a esa cita. Primero falleció César, que era como nuestro hermano y, al poco, nuestro Adrián. Cuando supo la muerte de su amigo estaba en el hospital recibiendo quimioterapia, no dijo nada, ni una palabra, se levantó de la cama y se asomó a la ventana con vistas a Sierra Nevada y así estuvo un buen rato, mirando las sierras. Nunca más volvió a nombrarlo.


    Desde Canarias les enviaba a mis padres giros postales y, con esa ayuda, ellos pudieron terminar de obrar la casa en Cúllar, a donde se trasladaron finalmente. Fueron los últimos de La Vega en abandonar el barco, pues en aquel lugar ya no quedaba nadie. Las puertas de los vecinos estaban cerradas para siempre, las fachadas desconchadas y los caminos tapados por la hierba. Todos los habitantes se habían trasladado al pueblo o emigrado a Barcelona, a Bilbao o a Ibi, a trabajar en fábricas, a buscar un sueldo. La cultura campesina agonizaba.


    Cuando nuestro padre murió de infarto, en 1980, se trasladó a Granada y muchos años más tarde se jubiló de funcionario del INSS. Los fines de semana, sin excepción, volaba al pueblo y volvía los domingos por la tarde cargado de papeles para tramitar las pensiones de muchos paisanos, la mayoría labradores, que desconocían esos trámites o no podían desplazarse a la capital. A todos los atendía con naturalidad y sencillez, y sin más interés que el de ayudarles.
    El día de la comida de su jubilación centenares de amigos le agradecieron su corazón de puertas abiertas y su mirada limpia a la que le acompañaba una sonrisa; con el pelo arremolinado les habló, ¡cómo no!, de Miguel Delibes y de uno de sus libros: La hoja roja. Dijo que esa despedida era la hoja roja que se encuentra en los librillos de papel de fumar, que anuncia que está próximo a agotarse. Menuda metáfora. A nuestro Adrián le quedaban todavía algunas hojas, pero no muchas.
    Volvió al pueblo y se dedicó plenamente al campo y a la caza; sus grandes pasiones, si obviamos los sudokus. Igual que si fuera un personaje de las novelas de Delibes, nuestro Adrián huía de la sociedad despersonalizada y del absurdo consumismo aunque, a veces en exceso, ya que guardaba demasiadas cosas considerando que podrían tener una futura utilidad. Y, como si quisiera recuperar el hábitat de los tiempos de nuestros antepasados, plantó parras y un paraíso en la puerta de la casa de La Vega y otros muchos árboles en los bancales; en la de Cúllar, una acacia a cuya sombra departía con los amigos y, hace solo unos meses, un acebuche.


     Esa afición, la de la caza, la heredó de mi padre. Mi padre y él compartían  y competían en ese entusiasmo, aunque a mi padre le gustaba la caza de la perdiz con reclamo, sin embargo, a mi hermano lo que le satisfacía era recorrer los montes y los rastrojos, subir y bajar laderas, rastreando, con la escopeta al hombro y observar a su perro cómo hacía muestras ante los arbustos que servían de refugio a las liebres, los conejos o las perdices. A todos los perros que tuvo les llamó igual, Relámpago, ni siquiera les asignaba un número regnal a la manera que hacen los reyes o los papas. Nunca hubo un Relámpago VI, por ejemplo.
    El último Relámpago murió un par de meses antes que él. Nuestro hermano, ya muy enfermo, lo enterró en un lugar de La Vega que nadie sabe; tenía, seguramente, un cementerio secreto para sus perros. Cuando subió de enterrarlo no comentó nada. Tampoco nadie le preguntó. Casi todo estaba dicho ya.
    Al año de jubilarse, una madrugada de noviembre de 2012, antes de bajarse al campo, entró al dormitorio de mi madre a llevarle un vaso de leche y a decirle que se iba. Echada sobre la cama, tal como si estuviera dormida, se la encontró muerta. Varias veces aludió, cuando ya se encontraba muy desmejorado, a la buena muerte que habían tenido nuestros padres; era el contrapunto —cavilaba— a la que a él le esperaba.


   Nunca fue un enfermo inactivo, todo lo contrario. Se nos partía el alma cuando, tan delgado, sacaba fuerzas, sin saber de dónde, para ir al campo a cortar los retallines a los olivos, a labrar o a recoger aceituna. Durante su enfermedad hablaba poco y, mucho menos, manifestaba sus sentimientos y temores, pero se adivinaban por sus variables estados de ánimo que iban al compás del padecimiento que soportaba aunque es verdad que, desde siempre, había sido más contemplativo que expresivo. Era muy observador, tal vez, a causa de que, desde niño, había aprendido a otear minuciosamente la Naturaleza.


     Miguel Delibes era su  único autor; casi su único autor. Todos mis libros se los leyó con el máximo interés y concentración, lo normal en él cuando algo le atraía. Era, de verdad, mi mejor lector. De ellos me reseñaba pormenores en los que ni yo misma había reparado. Coincidió la publicación de Palacio de Justicia con el inicio de su enfermedad. Alegría desvanecida por una gran tristeza. No obstante, con la esperanza de que mejorara o se curara eché en la maleta ejemplares para su presentación en Cúllar o en Granada, localidades en los que siempre estábamos con él. No fue posible, nunca hubo esa posibilidad. Me faltó el entusiasmo de dedicarle uno como había hecho con los anteriores, así que, me limité a dárselo para que lo leyera diciéndole que ya se lo dedicaría. Lo leyó seguidamente; con una mano sostenía el libro y, con la otra, puesta en su abdomen, taponaba el incendio que llevaba dentro.


   La última que vez que visitamos el Hospital Virgen de la Nieves fue al inicio del confinamiento por la pandemia, acudíamos con mucho miedo y no sólo del virus. Las calles solitarias y  tan en silencio nos sobrecogían, pero nos conmovió mucho más la cantidad de ambulancias que llegaban al centro sanitario y que se acumulaban en el pabellón de Urgencias. En la entrada principal, en los ascensores, en los pasillos, nadie. Ni un alma a quien poder preguntar por la zona adonde se tenía que hacer la prueba médica, por lo que bajamos a radiología, creyendo que era el sitio correcto. Una mujer  que esperaba sentada, apartada y ausente, con pañuelo en la cabeza para esconder la calva y con mascarilla, a la que sólo se le veían los ojos marchitados, nos  lo indicó.
     Pasados unos días, una mañana temprano llaman por teléfono desde oncología.
— ¿Adrián Burgos López?
—Sí, dígame. Soy su hermana.
—Tenemos el resultado del TAC, su hermano  tiene carcinomatosis y está en fase terminal, así que necesitamos saber si quiere darse más quimio, aunque no le va a servir de nada, el tumor está ya muy extendido, o prefiere pasar a paliativos directamente. Pásemelo que tengo que comunicárselo.
    De esta manera, con esa frialdad, se recibió la noticia. Por supuesto que nuestro hermano no escuchó nunca esa notificación. Debido al estado de alarma pedimos permiso para trasladarnos a Cúllar y le mentimos alegando que, por culpa del coronavirus, no le podían hacer ninguna otra prueba por lo que era mejor pasar unos días en el pueblo, ya que los médicos lo habían aconsejado y la Policía no nos lo podía impedir. Él no lo sabía —o tal vez sí, puesto que era muy inteligente—,  pero la carretera hacia el pueblo embalaba el coche en dirección hacia el último coto[2].
    La morfina. Bendita y maldita: bendita, porque arrebata el dolor y, maldita, porque su uso está justificado, precisamente, por ese tormento. Las dosis, en menor porción al principio, le permitieron ver, varias veces más, La Regenta. Aitana, tan bella, le atraía y, de Juan Luis Galiardo, al que conoció una noche de copas en Las Palmas, admiraba su magnífica interpretación. Ahora pienso que, en realidad, tenían ambos algunas cosas en común: eran altos, varoniles, atractivos y grandes seductores. Se dedicó, en esos días, a ordenar papeles que iba quemando o guardando, según su parecer, y si antes todas las cosas, las más insignificantes, podían servir para algo y las almacenaba,  ahora,  casi todo le parecía inútil e inservible y necesitaba tirarlo o perderlo de vista.


    Hasta que empezó con la morfina mantuvo su papel de hermano mayor, protegiéndonos siempre y mostrando su carácter independiente, mandón y fuerte. Nosotras, las hermanas, de una forma torpe, lo calificamos, en alguna ocasión, de machista y eso nos impedía reparar en los valores que todo el mundo veía, hasta tal punto que llegamos a apuntar  que nuestro Adrián tenía una doble cara, para la gente y para nosotras. Él no sabía, ni quería, revelarnos sus desalientos, ni tampoco nosotras supimos captar que ese poderío era la forma de esconderlos.
     Con la morfina se desinhibió y expresó sus debilidades y toda su ternura. Ya no escondía el dolor, nos lo decía abiertamente. Su bella alma, la que siempre tuvo, sin ningún freno, relucía en cada momento. Nos abrazaba y besaba de la misma manera que si fuéramos niños chicos. Hizo que, de algún modo, todos nos convirtiéramos en niños otra vez. Nos miraba con cariño diciéndonos muchas palabras suaves y tiernas. Nos recostábamos con él en la cama o en un sillón próximo y él nos preguntaba que por qué no salíamos a darnos una vuelta, a lo que le respondíamos que, por culpa del coronavirus, teníamos que estar en la casa. Fue un gran honor tenerlo de hermano, igual que cuidarlo. La última vez que estuvo consciente nos preguntó por cada uno de los niños: Adriana, Javier, Martín y Amanda. Le enseñamos un video y, con lo ojos brillantes, se despidió de ellos: “adiós, preciosos”, dijo.
   Inmerso ya en los delirios producidos por la sedación, con reiteración clamó: “madre, ¡vamos!; madre, ¡vamos!; madre, ¡vamos!” ¿A quién mejor que acudir para que le acompañara en el último camino que a la persona que siempre le respaldó en todo? 



    Fracasó la estrategia que llamamos Salvar al soldado Adrián, pero procuramos, y se consiguió, una muerte digna y sosegada. Debido al estado de alarma, lo velamos en la casa y al cementerio asistimos solamente las hermanas y mi cuñado. Cuando el encargado del camposanto cerró la puerta, la mitad de los seis miembros que formaban nuestra familia, quedaron en él.
     La vida queda nada más que para los vivos[3].

           
           






[1] La sombra del ciprés es alargada, premio Nadal 1947.
[2] EL último coto fue el último libro sobre caza que publicó Miguel Delibes.
[3] Queremos mostrar nuestro agradecimiento a tantas personas que han compartido con nosotros este año de dolor, en particular: al personal sanitario de las plantas 7ª y 10ª del Hospital Virgen de las Nieves de Granada; a la oncóloga, Cristina Alba Torres; a la enfermera nutricionista, María Yolanda Castillo García; al equipo médico, Mª Jesús Álvarez Martín, Jennifer Triguero Cabrera y Mónica Mogollón González; a la enfermera de Cúllar, Tinita Aguaza; a la doctora de Cúllar, Cristina Casado; al médico, José Antonio Oller; a sus queridos amigos, que ya son nuestros también: Pepe (que, día a día, se interesaba por él y, al mismo tiempo que lo curaba, le hablaba del campo y de la caza); Federico, José, Lidia, Luismi, Mar, Floro, Matita, Juanma, Rodrigo, Jordi, Arturo…; a nuestra vecina y amiga, Isabel, (que mimaba a nuestro hermano con sus comidas); a nuestros queridos primos: Ángel, (que no faltó nunca a la cita diaria); Concha Mary, (nunca olvidaremos su profesionalidad, entrega y cuidados constantes); Antonio, (por sus visitas y conversaciones diarias en Granada, hasta el confinamiento); Raquel, Conchi, Asun, María, Pilar, Ana Mary, Pepe, Pedro Adrián, Margarita, Tere, Conchi, Dolores, Emilia y Emilia la del primo Andrés; Y, cómo no, a nuestros queridos tíos: Sole, Carmen y José.