sábado, 26 de diciembre de 2020

Gregorio y Gregoria

 Acaba de fallecer Gregorio Salvador Caja, a los 93 años, académico y subdirector de la RAE


    Era el paisano más ilustre que mi pueblo ha tenido nunca y que, posiblemente, no haya otro o tengan que pasan años para igualarlo. Nació en Un pueblo sin apellido de la provincia de Granada, como él tituló el artículo que el ABC  publicó en 1987, cuando fue designado académico donde explicaba que los políticos de esa época  —con un afán mal entendido de independencia—  habían decidido que Cúllar-Baza, pasara a llamarse sólo Cúllar, de tal modo que, al haber en la provincia otro pueblo denominado Cúllar-Vega, creaba confusión y, aunque administrativamente se llamara Cúllar a secas, siempre se tenía que especificar que era Cúllar-Baza. Y en esa situación seguimos aún.

            Mi padre contaba que su “primo” Gregorio recorría, cerca de los años sesenta, los anejos del pueblo con unas libretas donde anotaba las cosas que le interesaban y que una vez, estando en la era trillando o aventando, llegó y le estuvo preguntando cosas del campo. Basadas en esas investigaciones  realizó su tesis doctoral: El habla de Cúllar-Baza: contribución al estudio de la frontera del andaluz. No eran primos consanguíneos, sin embargo, con los Salvador habían tenido una relación muy estrecha porque la segunda mujer de mi abuelo paterno era de esta rama.

            Gregorio estaba casado con Ana Rosa Carazo a la que conoció siendo ambos muy jóvenes. No sé exactamente si eran compañeros en la Facultad, lo que sí me comentó un amigo que coincidió estudiando con ellos, es que iban siempre tan juntos que le llamaban Gregorio y Gregoria.

            El año que fue nombrado académico yo acababa de aprobar las oposiciones y me encontraba en Madrid haciendo las prácticas en la entonces Escuela Judicial y, a través de Juan Pérez Arcas y Loli Salvador, conseguí una invitación para acudir a la RAE a escuchar su discurso de ingreso. Fue un acto inolvidable y complaciente, a la par de la satisfacción que sentía por haber superado las oposiciones o quizás, mayor, pues desde siempre he entendido como propio el mundo literario.  

“Voy a hablar, pues, simplemente de la letra q, de sus peculiaridades, de su origen y vicisitudes, de sus detractores y de sus partidarios, de sus blasones y de sus flaquezas, de su evidente vulnerabilidad y de su posible razón de ser”. “Señores académicos: … he querido hablar de esta letra porque, aunque tal adscripción se deba a un puro azar, desde el momento en que fui elegido vi una clara relación simbólica entre ese signo y mi presencia en esta Casa. Es una letra minúscula; más, pues, de brega que de relieve, más de texto que de cabecera. Tiene además una concreta especialización, un limitado empleo. Y, sobre todo, nada vale por sí misma, si no le acompaña la u. Vais a ser la u que me acompaña…” Manuel Alvar contestó el discurso de Gregorio donde ensalzó su discreción, agudeza, originalidad y sabiduría. Por las escaleras de mármol que conducen a la sala de actos vi, e incluso hablé, con escritores que admiraba, como Buero Vallejo o Luis Rosales. Después, nos fuimos a cenar con él un grupo muy numeroso: muchos Salvador, amigos y una representación del Ayuntamiento del pueblo.

Mi amiga Ángeles García-Fresneda, escritora y  alumna suya en Granada, al comentarle hoy su muerte me ha mandado la siguiente nota donde se revela su personalidad como docente y el respeto por el habla andaluza: “Don Gregorio Salvador era, en la licenciatura de Filología Hispánica, el gran investigador del ALEA y el profesor eminente del área de Lengua; entraba en clase trajeado, con camisa blanca y corbata, pisando el suelo alfombrado de colillas, mandaba ventilar la fumaranda y no permitía encender cigarrillos, ni distracciones, ni preguntar tontunas. Los alumnos sabíamos que el rigor, la estructuración perfecta de los contenidos que se aplicaba a sí mismo en sus clases de Dialectología Española luego nos lo iba a exigir a nosotros. No aceptaba omisiones ni fallos en sus exámenes escritos y orales: con una sonrisa afable te suspendía por una equivocación, porque el estudio de la fonética, el léxico y la historia de nuestras hablas geográficas las concibió como ese lugar donde confluye la ciencia y las humanidades. Aprendimos con él que las maneras de hablar del pueblo español, y especialmente del andaluz, son tan dignas de admiración y de respeto como el resto de manifestaciones culturales”.

            En nuestro pueblo le hicieron varios homenajes, como ponerle una plaza con su nombre; allí, con ellos, estuvimos toda la familia.

            La siguiente vez que coincidimos fue por un triste motivo: el 18 de agosto de 2001,  cuando circulaba con la familia en dirección a Astorga donde Gregorio iba a pronunciar el pregón de las fiestas, tuvieron un accidente de tráfico y murieron Ana, la nieta que con ellos convivía en Madrid desde hacía cuatro años, con tan solo 23 años, y su hermana Sole. 

Nunca  se repusieron de tan tremendas pérdidas. Ana Carazo, la mujer de Gregorio, en su libro de poemas A contramuerte, dedicado a su nieta dice:

Y ya orgullosa abuela: esta es mi nieta,

mi nieta, la primera,

mi seguro de vida y la esperanza

de mi supervivencia en esta tierra

que de mí por tu madre descendía

—o ascendía, según como se mire—

hacia la eternidad

pues por las venas

de tus hijos y de los hijos de tus hijos

y así, hasta el infinito,

mi sangre jubilosa correría.

             Algunos años después, en 2008, escribí un libro sobre un estudiante, Javier Fernández Quesada, que murió en 1977, por disparos de la Guardia Civil en el campus de la universidad de La Laguna, donde Gregorio Salvador había sido catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras desde 1966 a 1975, y siete de ellos su decano, por lo que conocía perfectamente los lugares descritos y a muchos personajes. Le pedí que me lo prologara. A su casa, cercana a la Glorieta de Bilbao, le llevé el texto. Estaban Gregorio y Ana.

La vivienda, atestada de libros con estanterías que llegaban hasta el techo, el despacho de Gregorio que se independizaba del salón con una puerta corredera, el color beige del sillón donde estaba sentado Gregorio y el sofá donde nos sentamos Ana y yo, fueron los testigos de nuestras conversaciones. Ana, ya ciega, se movía por la casa con habilidad, tanteando los muebles que le servían de guía.

Los visité varias veces. La primera vez, les relaté lo que había escrito. Ellos escuchaban con atención y cordialidad como si nos hubiéramos tratado desde siempre. Me dijo que sí me lo prologaría. Hizo, como no podía ser de otra forma, un prólogo magnífico.

 Las restantes veces fue por puro placer de estar con ellos. ¡Cuánta cultura y humanidad! Ana me contaba que escuchaba audios de las obras de Pérez Galdós, especialmente le interesaban los Episodios nacionales y  se dedicaba a escribir poemas porque era lo que más le llenaba el alma que tan triste estaba desde la muerte de su nieta. Todos sus libros de poemas, sus delicados y bellos poemas, me los regalaba dedicados. Gregorio, con su mirada tan inteligente, muchas veces estaba callado, pero a veces cogía la palabra y nos maravillaba con sus observaciones. Los recuerdo a ambos con toda la ternura, sabiduría y cordialidad. Ellos siempre juntos, Gregorio y Ana; Gregorio y Gregoria.